29 abril 2016

41 - Cábala mundial

Las cábalas no se dicen, me enseñó Joaquín. Y tiene razón, porque pierden eficacia, se desgastan. Si las decís, no sos un buen cabulero, las echás a perder. En todo caso, un cabulero de ley no las dice, las confiesa y lo hace recién cuando esas cábalas dejan de serlo, cuando caducan. Porque toda cábala tiene vencimiento, eso es lo lindo. Si fueran eternas, nada tendría gracia. No nos olvidemos que en el fondo —y un poco más acá también— todo es un juego.
Métanselo en la cabeza: las cábalas eternas no existen, no las busquen más porque no hay. Siempre surgirá una contracábala que matará a la nuestra que se había convertido en cábala el día o la tarde o la noche que mató a una cábala contraria u opuesta. La ley de la vida podríamos decir.
El desafío, entonces, es dar con una cábala que se banque una buena racha, y hoy, con este fútbol devaluado, sólo podemos aspirar a una vida útil de un torneo, cuando antes le apuntábamos a dos.
No me siento cómodo con las cábalas elaboradas o complejas, hasta en eso prefiero la simplicidad. Tal es así que una de mis mejores cábalas fue muy sencilla: un gorrito de Vélez, tipo Piluso que compré un domingo de 1993 en la puerta de la cancha. Lo compré casi de casualidad, sin pretensión. Me lo puse, ganamos y se quedó. No importaba si estaba en remera, jean o traje. Desde ese domingo todo podía cambiar, pero el gorrito, no. Cinco años estuvo conmigo: salió campeón del Clausura 93, Libertadores 94, Intercontinental 94 (en pijama y con el gorrito puesto viendo el partido por televisión), Apertura 95, Interamericana 96, Clausura 96, Supercopa 96, Recopa Sudamericana 97 y Clausura 98. ¿Qué más se le puede pedir a un gorrito de veinte pesos? Transparente parecía en los últimos partidos. Todavía lo tengo, claro está, guardado como una reliquia y con todos los honores en un cajón del placard junto a otros recuerdos, junto a restos de otras cábalas. Tan bueno fue ese gorrito que nunca me atreví a comprar otro, seguramente por respeto.
Después probé con un anillo plateado y con el escudo de Vélez que mucho no sirvió, al menos para lo que yo quería, porque sí, es cierto que tenía un poder, pero meteorológico, no futbolístico. Créanme. Iba a la cancha a ver a Vélez en un día horrible, me ponía el anillo y Vélez no ganaba, pero dejaba de llover o salía el sol. Se los juro, en eso no fallaba, era capaz de cortar el más terrible aguacero. Lo usé medio torneo, insistí  hasta que me cansé y lo guardé para utilizarlo exclusivamente en vacaciones o en alguna salida a pescar.
Encontrar una buena cábala no es fácil. No todos los días se alinean los planetas y de la nada aparece una solución. Ojo que tampoco hay que pasarse la vida probando y descartando cábalas como si nada. Hay que saber aguantar. Muchas te ponen a prueba, y si te ven dudar, chau, te largan en banda. Créanme: toda buena cábala necesita una cuota importante de fe. Si no tienen fe, ninguna funciona.
Esta vez yo tuve fe. Nunca me había pasado con Argentina, nunca tuve la suerte de encontrar una cábala que me sirviera para los partidos de la selección. Si Argentina ganaba o perdía, yo nada tenía que ver. Ojo, llevo cuatro finales disputadas en mundiales de fútbol, no me puedo quejar, pero con la Argentina sólo pude ser un espectador. Alguna vez la historia tenía que cambiar.
Tal vez a ustedes les pasó lo mismo, o no, pero a mí el mundial se me vino encima. Terminó el verano y las vacaciones y junio apareció de repente, como si alguien hubiera borrado del almanaque marzo, abril y mayo. Abrí los ojos un domingo y me encontré que era el día del padre y el debut de la selección. Me senté en la cama, medio dormido, pensando en qué cornos me ponía cuando apareció la cábala. No iba a ser un gorrito de Argentina, ni una pulsera exclusiva o unos calzoncillos estrafalarios. No. Sentí que necesitaba algo más poderoso que una simple prenda y elegí un vestuario, un vestuario completo: calzado, medias, calzoncillo, pantalón, cinturón, etc. Todo lo que me pondría para ver el primer partido de Argentina —la pilcha con la que “saldría a la cancha”— sería la gran cábala.
Elegí un jean que me gustaba; buenas zapatillas; medias blancas casi nuevas; calzones boxer gris, cómodos; mi cinturón favorito; una remera gris topo, térmica y de mangas largas a estrenar; y un saco de lana, oscuro, abrigado, con bolsillos, cierre y cuello alto. Preferí arrancar preparado para el frío
Una de las tres reglas que acaba de establecer dejaba bien claro que en ningún momento podría agregar una nueva prenda o quitar alguna de las establecidas originalmente (por eso el abrigo, prefería sufrir el calor antes que el frío). La segunda indicaba que ninguna de las prendas utilizadas iba a poder lavarse mientras durara el campeonato. Quiere decir que si llegábamos al ansiado séptimo partido yo habría usado toda esa ropa (incluso ese único par de medias y esos calzoncillos) durante siete días sin que pasaran siquiera cerca de un lavarropas. Y la tercera regla exigía que desde el minuto cero del primer partido las ropas seleccionadas no podrían ser utilizadas ningún otro día y en ninguna otra situación que no fuera para presenciar un partido de la selección nacional. En otras palabras, la ropa elegida acababa de firmar un contrato de exclusividad.
Reglas son reglas.
Ese domingo le ganamos a Bosnia 2 a 1. A la noche, antes de acostarme hice lo que nunca: me saqué la ropa, la doblé y ordenadamente la guardé en el placard. Las medias quedaron escondidas dentro de las zapatillas y los calzones en el fondo del cajón de la ropa interior. Lo importante era que en ningún momento, Silvia manoteara alguna de mis prendas y la mandara, como suele hacer cada mañana, al canasto de la ropa sucia.
El sábado 21 fue el partido contra Irán. Ni Silvia ni Joaquín se dieron cuenta de que me puse el mismo vestuario que en el partido contra Bosnia. Ganamos 1 a 0 en el final así que la cábala se mantenía. El miércoles contra Nigeria alargamos la racha ganadora: 3 a 2. Como las noches anteriores guardé la “indumentaria mundialista” y me fui a dormir. El martes 1 de julio nos tocaba Suiza por octavos de final, ahora los partidos eran a morir. Y casi nos morimos de un infarto. Pero en el minuto 118, Angelito Di María clavó un gol que nos devolvió el corazón a todos.
La próxima posta era el sábado 5 contra Bélgica, cuartos de final. Me levanté temprano. En la tele remarcaban que esta era la instancia que hacía rato no pasábamos: veinticuatro años. Cuando me fui a vestir descubrí que algo había cambiado. Estaban la remera térmica gris, el jean, las zapatillas con las medias, el saco de lana y el cinturón, pero faltaban los calzones. Revolví el cajón, busqué en otro rincón posible pero no aparecían. Para colmo, estaba impedido de preguntarle Silvia, que es la única que encuentra y sabe dónde está todo en esta casa. Inmediatamente ella me hubiera dicho que me pusiera otros calzoncillos. O peor, me hubiera preguntado qué tenían de especial esos calzones y se me habría notado la mentira.
Me quedé un rato intentando tomar un decisión: o iba sin calzones o me ponía otros, grises y boxer idénticos a los originales. En ese momento, en la tele, un cronista confirmaba que en Argentina entraban Demichelis por Fernández y Biglia por Gago. La noticia la sentí como una señal, si Argentina cambiaba yo también podía hacer una leve modificación: unos calzoncillos por otros.
Gracias a dios la cábala siguió funcionando: gol del Pipita en el arranque.
Y ojo que también funcionaron los cambios, Argentina jugó mejor.
Esa noche no me dejé llevar por la euforia de haber pasado a semifinales y me ocupé con suma atención de guardar y acomodar la ropa para que no volviera a tener un sobresalto como el que tuve esa misma mañana.
El partido siguiente cayó miércoles, era 9 de julio y feriado. Para muchos fue una señal de que pasábamos. Imaginate, defender los colores de la camiseta en tierra hostil, el día de la mayor fecha patria, te pide a gritos un triunfo heroico.
Yo ese día ya me sentía satisfecho, cualquier resultado me parecía bueno. Si ganábamos, la próxima parada era la final; si perdíamos, nos tocaría luchar por el tercer puesto contra Brasil. Ninguna opción era mala de verdad. Esa especie de tranquilidad me permitió distraerme con pavadas, por ejemplo, con no entender cómo, ni Silvia ni Joaquín se habían dado cuenta todavía de que yo usaba por sexta vez consecutiva la misma ropa que en los partidos anteriores. Por un lado la situación me causaba gracia pero por otro me preocupaba, de alguna manera la realidad indicaba que ninguno de los dos me miraba. Silvia, vaya y pase, llevamos demasiados años de casados. Pero me llamaba la atención que Joaquín, mi hijo, que tiene el ojo entrenado y detecta si Argentina cambia de color de medias o de pantalón, que conoce las marcas y los diseños de todos los equipos mundialistas desde el 2006 para acá, no hubiera notado mi clara repetición.
Los miré, el partido no empezaba todavía y ellos dos permanecían allá, en la otra punta de la sala, como si no quisieran interrumpirme y con los ojos clavados en el televisor. No importa que no se den cuenta—pensé—, los prefiero así concentrados y haciendo fuerza por la selección.
Por supuesto, arrancó el partido y todos esos pensamientos desaparecieron por completo de mi cabeza. Con el primer pelotazo cada una de mis neuronas se concentró de manera absoluta en fútbol, desde el minuto cero, hasta los noventa, los treinta de alargue y en la definición por penales también.
¿Hablé de heroísmo un poco antes? Bueno, fue el turno de Romerito que voló más que Superman, tapó dos penales y puso a Argentina en la final.
Esa noche, los corazones de todos los argentinos latían como hacía rato no latían. Esa noche, nadie necesitaba acostarse para soñar. Con una sonrisa de agradecimiento guardé en los lugares de siempre mi ropa de batalla. Por más esmero que puse en tratar de alisar las arrugas y los pliegues que se fueron acumulando durante seis puestas (seis partidos), nadie podría llegar a creer que esas prendas estaban limpias y planchadas. La camiseta había perdido la forma original, el jean tenía dos acordeones a la altura de las rodillas y las medias marcaban de una manera exagerada las siluetas de mis pies. Era imposible no darse cuenta de qué media correspondía a qué pie.
Me acosté feliz por el triunfo, orgulloso de formar parte de ese momento grande la historia del fútbol argentino. Un rato más tarde me dormí preguntándome qué haría con cada una de esas prendas si ganábamos el domingo. Casi que se convertirían en símbolos patrios, pensé.
El domingo no tardó en llegar. Me desperté temprano, demasiado temprano. A las siete ya estaba fuera de la cama y el partido arrancaría recién a las cuatro de la tarde. Me esperaban nueve horas de las interminables —algo así como veintiséis o veintiocho de las normales— para vivir y sentir en todo el cuerpo los últimos noventa minutos de mundial. Después de ese domingo, a esperar cuatro años más.
Ocupé el tiempo con cualquier cosa: barrí las hojas del patio, cosa que nunca había hecho en veinte años; ordené y encarpeté los impuestos y las facturas de servicios que nos llegaron desde el 2011; guardé en el altillo la ropa de verano; y organicé la biblioteca, cuentos por acá, novelas por allá. Todo me venía bien menos prender la tele y engancharme con cualquiera de los treinta programas que hablaban del mundial. Necesitaba tomar un poco de distancia del partido porque la ansiedad que sentía era enorme. A esa altura había sudado más que en cada uno de los seis partidos que habíamos jugado hasta entonces. Sentía calor pero ni siquiera me permití abrir el cierre del saco de lana. Correr el riesgo de arruinar una cábala tan ganadora justo cuando faltaba tan poco, hubiera sido una estupidez mayúscula. Paciencia.
(Qué fácil se dice).
Si mi vieja hubiera visto lo inquieto que estaba, me habría mandado a que corriera dos vueltas manzana como hacía con mi hermano cuando éramos chicos y él se ponía intenso. Era un momento raro, por un lado me sentía extremadamente ansioso pero por otro, muy confiado. Si bien Alemania venía de vapulear fácil a Brasil (nada más y nada menos que 7 a 1), cada minuto que pasaba, mi confianza en Argentina crecía. Por décima vez entré a internet a chequear si jugaba Di María. Todas las webs anunciaban que no.
Llegó la hora que todos estábamos esperando. El partido arrancó con todo. Pasamos la barrera de los primeros veinte sin sobresaltos, ellos tenían la pelota pero no lastimaban. La más clara fue nuestra a los veintiún minutos, el Pipita ligó un regalo de la defensa y quedó de cara frente al arquero Neuer. Era gol en todos lados menos en el Maracaná. Al rato gritamos uno, también del Pipita, pero nos callaron cobrando off side. En el final del primer tiempo tuvimos un susto grande (aunque no tanto como nuestro traste), de un córner, Howedes conectó un cabezazo que pegó en la base del palo.
En el arranque del segundo tiempo las mejores fueron de Argentina. Messi nos sorprendió a todos: pateó al arco y no entró. Se fue apenas la pelota, seguramente lamentándose ella misma que no fue gol. Neuer salió con todo en una y le metió un penalazo criminal a Higuaín, el réferi, tano, además de no marcar penal cobró falta del argentino que estuvo siempre de espaldas. A todos se nos cruzó por la cabeza la imagen del recordado Codesal. Con cada repetición te dolía más el golpazo que recibió Higuaín.
De a poco llegaron los cambios en Argentina y el equipo perdió eficacia. Los minutos pasaban y la goleada alemana que soñaba Brasil no se concretaba. Sus cábalas resultaban ineficaces. Se cumplieron los noventa. Nadie sabía quienes estaban más contento con ese resultado, si ellos o nosotros. Fuimos al alargue.
¿Sombrerito de Palacio al obelisco de Neuer? ¡No!
Por la tele se ve tan fácil…
Parecía que Alemania tenía más piernas que Argentina pero yo confiaba en el corazón y la garra, los mismos que nos trajeron hasta acá. Miraba a la Pulga y pensaba: En vos confío.
No faltaba mucho cuando llegó el gol de ellos, un gol inapelable. Salimos con lo que teníamos. Messi saltó entre los gigantes y calzó un cabezazo. Él, sí, un gurrumín entre mastodontes. Cuando esa no entró yo me rendí. Tuvo la Pulga, después un tiro libre y hubiera sido el gol más lindo del mundo pero no lo fue.
Terminó el partido. Me puse de pie y sentí que por primera vez en ciento veinte minutos respiraba. Habíamos estado muy cerca. Me miré la ropa, mi cábala, y me sentí conforme. Seguramente la de algún alemán fue apenas mejor.
Silvia y Joaquín se mantenían en sus lugares.
—Por poco—dijo Silvia.
Le dije que sí y me empecé a reír. Me preguntaron qué me pasaba y les conté la cábala.
—¿Cómo puede ser que no se hayan dado cuenta? ¡Siete días con la misma ropa!
Terminé de decir ropa y los dos explotaron a carcajadas, sin ponerse de acuerdo ni nada. A Silvia le saltaban lágrimas de los ojos y Joaquín tenía un ataque de risa que no paraba.
—¿Que no nos dimos cuenta? —me dijeron casi al unísono— ¿Te pensás que perdimos el olfato? ¿Por qué te creés que mirábamos los partidos desde este rincón, bien lejos de donde vos estabas?

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 17 de julio del 2014.

0 comentarios: