En esa época estaba más roto que viejo. Mi cédula insistía en que me quedaban dos o tres años más por jugar, pero la rodilla hacía rato que decía otra cosa.
En el bar del aeropuerto de Guayaquil tomaba una cervecita fría a la espera del vuelo que me regresaría a casa y mataba el rato con una sola certeza: el fútbol había terminado para mí.
Alguien gritó desde la entrada:
—¡Ese trago lo invito yo!
Me di vuelta y un tipo me abrazó, me felicitó y me volvió a abrazar. Eufórico de verme parecía. Se presentó como el doctor Aníbal Gauna, médico. Por supuesto, era un compatriota, si no, hubiera sido un milagro que alguien me reconociera en ese aeropuerto o en toda la ciudad de Guayaquil. Ni los del club donde pasé los últimos tres meses me conocían. La verdad, casi no me vieron… es que jugué un solo partido con esa camiseta; bueno, medio para ser más precisos. A cinco minutos de que terminara el primer tiempo me rompí; ni me pegaron una tremenda patada ni fue una jugada heroica: tan solo pisé mal y chau rodilla. Dos meses y dieciséis días después me citaron los dirigentes: “Venga con el contrato”, dijeron y yo fui. En muy pocas palabras me explicaron que si yo estaba roto, lo mejor era hacer lo mismo con los papeles. Y así pasó. El presidente agarró los contratos con sus manos regordetas y cargadas de anillos y los rompió con dos bruscos movimientos, como si nada. Inmediatamente después me sonrió. Yo le sonreí, otra no me quedaba. Junté mis cosas que no eran muchas y rumbeé para el aeropuerto donde el destino, Dios o el mismísimo diablo quiso que conociera al doctor Gauna.
Faltaban más de tres horas para la salida de mi viaje, que además, era de esos que paraban en todas: Lima, Santa Cruz de la Sierra y Buenos Aires. Por lo tanto, me cayeron de maravilla las cervezas frías y el club sandwich que me invitó el doctor. Con su eterna sonrisa me contó que salía de un congreso de médicos rumbo a otro congreso de otros médicos en San Pablo, Brasil. Conocía bastante de mis días en el fútbol. Y eso que en aquella época, cuando yo jugaba, no televisaban todos los partidos como ahora. Se acordaba de varios de mis goles y de lo que él llamaba “mi toque”. “Porque a Ud. lo distinguía ese toque preciso y precioso”, decía. O, “lo suyo siempre fue el toque y la elegancia”. Y a mí, en ese momento en que terminaba de colgar los botines y no tenía la menor idea de lo que iba a hacer con mi vida, me venían bien unos elogios.
—¡Qué gol, Aguirre, el de la final de la Libertadores! —repitió tres veces durante toda la charla. Tenía razón, había sido un lindo gol—. Los que dicen que a usted para ser un consagrado en el fútbol le faltó la Selección, se equivocan de pe a pa. A usted lo perjudicó la coincidencia histórica de ser contemporáneo al mismísimo Mario Alberto Kempes, que si no m’hijo, esa casaca era suya y el que hubiera levantado la copa en el mundial hubiera sido usted —acá sí se le fue la mano, hasta el caracú, pero quién era yo para contradecirlo. El doctor pagó la cuenta y se preocupó en dejar una buena propina. Me alejó de la barra, me llevó hasta unos sillones en una sala de embarque donde no había gente y me dijo:
—Usted me cae del cielo, Aguirre.
“Chau, se viene el mangazo —pensé— ¿Y todo el circo ese de que invitaba las cervezas y los elogios de mi juego, de que nunca vio un jugador como yo?”.
—Me gustaría hacer negocios con usted.
“Sonamos. Es peor de lo que pensaba. Como si yo tuviera un mango para hablar de negocios”.
Al ver que no le hablaba, el doctor continuó con su parla:
—Además de hacernos millonarios, Aguirre… ¡Podemos cambiar el mundo! ¡Convertirlo en un mundo mejor! Ser los artífices de una revolución en el fútbol. ¡Hacer historia, mi amigo, ni más ni menos!
¡A la flauta! Que era un caso serio el doctor. “¿De dónde salió este loco?”, me preguntaba yo mientras intentaba encontrar una forma de escapar de ahí lo antes posible.
—En definitiva, Aguirre, mi idea es contratarlo para que trabaje conmigo en los Estados Unidos... —ahí paré la oreja de verdad—. Estoy armando un establecimiento que podría llamarse algo así como una clínica de “soccer”. Perdón —dijo sin dejar de sonreír—, para usted: una clínica de fútbol.
En el mejor momento de la charla, el doctor Gauna tuvo que salir rumbo a su avión pero prometió llamarme cuando estuviera de regreso en Buenos Aires.
—En ocho días lo estoy llamando —me dijo. Y cumplió, a los ocho días sonó el teléfono en la casa de mi hermana, donde yo vivía. Se lo escuchaba tan entusiasmado como cuando nos despedimos en Guayaquil. Me citó para almorzar en el restaurante de un hotel grande y lujoso, no muy lejos de Retiro, que yo jamás había visto en mi vida, ni siquiera cuando me iba bien.
Llegué diez minutos antes pero el doctor me ganó de mano, sentado en un sillón estaba saboreando un whisky y leyendo el diario; empilchado como para una ceremonia. Me abrazó, me palmeó y sonrió durante todo el almuerzo. La propuesta, para mí, era extraña; para el doctor era ambiciosa, grandiosa, revolucionaria. “Usted es el ser, la materia prima, el gen, el padre absoluto, el primer eslabón, el ejemplo, el patrón”, y no sé cuántas cosas más me dijo.
—Yo no quiero mejorar la raza —repetía—. Quiero crearla, Aguirre, de su mano. ¿Me entiende? —preguntaba cada vez que cerraba una frase. Y yo le decía que si para no parecer contra. Tanto me costaba seguirle el tren que me olvidaba de comer. El doctor habló de candidatas, atletas de primera línea, dijo y me guiñó un ojo. También mencionó fecundar, e insistió con algo así como fertilización. Hablaba tan embalado, tan entusiasmado que sentí una falta de respeto sincerarme y decirle: “La verdad, no entiendo un pepino”.
—¿De cuánto estamos hablando, doctor? —pregunté cuando tuve una oportunidad.
—¿Usted me habla de tiempos o de dineros?
—Y, de los dos —le dije por las dudas.
—Déjeme ver, mi amigo. Sabe lo que sucede, es muy difícil medirlo en cifras. ¿A usted le interesa? —y sin esperar mi respuesta prosiguió— Tenga en cuenta, Aguirre, que la oportunidad de colaborar con la ciencia se puede dar una sola vez en la vida —hizo una pequeña pausa y remató con su mejor sonrisa—. ¿Es de la partida entonces?
—Sí —dije. Un “sí” chiquito, a medio tono pero que el doctor Gauna valoró como si me hubiera parado en mitad del salón y hubiera gritado delante del resto de los comensales: “¡Sí, juro!”. Se levantó de su silla y me abrazó con tanta fuerza que casi me vacía los pulmones.
—¡En treinta días nos encontraremos allá! —dijo.
—¿Allá?
—¡Sí, claro, en los Estados Unidos! —sentenció más que entusiasmado—. Vea —me dijo antes de irse y sacó de su maletín de cuero un folleto que me entregó para que le pegara una mirada—. Es un primer borrador. Después me cuenta qué le pareció.
El doctor se alejó con pasitos cortos y yo me quedé mirando el folleto. Estaba en inglés, por lo tanto, no entendí ni jota. Había fotos de un laboratorio, de un árbol verde y frondoso, y la silueta de un hombre y una mujer muy atléticos tomados de la mano. No había ninguna cancha de fútbol, me llamó la atención. ¿Dónde estaba el fútbol, el soccer? No entendía, eso parecía propaganda de otra cosa.
Fueron los treinta días más largos de mi vida. ¡Que ansiedad! Ni que fuera un pibe. Para colmo se me antojó cuidarme como nunca. Corría por las mañanas, me cuidaba con las comidas, y no probaba una sola gota de vino ni nada que se le pareciera. Tampoco era que antes vivía en pedo pero cada tanto un traguito tomaba, sin embargo, en esos treinta días, nada. Y eso que sabía que no me lleva a Yanquilandia a jugar al fútbol, me quedó claro desde el primer día. Pero algo dijo el doctor Gauna entre tanto palabrerío, algo como que me necesitaba sano. Cuando faltaba apenas una semana para el viaje llamó el doctor “desde allá”, según dijo. Esta vez la conversación no fue muy extensa, seguramente por el precio de las llamadas de larga distancia. Habló lo justo y necesario: “En tal lugar hace el trámite para la visa, el pasaje lo retira en tal otro lado, el vuelo llega a tal hora. Yo lo espero en el aeropuerto y, por favor, sea discreto, la prensa no debe enterarse de nuestro asunto”. ¿De qué asunto? ¿Qué prensa? Si hace años que no me llama un periodista ni para venderme una rifa.
Como siempre le dije que si.
Los últimos días invertí no pocos mangos en mejorar mi vestuario y me hice chapa y pintura en lo del Tano, mi peluquero de siempre, que cada vez que voy se saca una foto conmigo para después pegarla en el salón junto con todas las fotos anteriores, debajo de un cartel que dice: “Gino, el coiffeur de las estrellas”. ¡Qué caradura! ¡Si con el único que está en todas las fotos, es conmigo!
Después de veintiséis horas de viaje llegué a Houston. No dormí, no sé por qué, pero comí y bebí todo lo que me dieron. En migraciones utilicé las cuatro palabras que sé de inglés y aparentemente sirvieron: me dieron un permiso de estadía de seis meses.
Se abrieron las puertas automáticas y ahí estaba el doctor, esperándome tal cual había prometido. Se lo notaba contento como siempre aunque algo nervioso. Me quiso ayudar con uno de mis bolsos pero no se lo permití. Atravesamos medio aeropuerto y medio estacionamiento hasta que llegamos a una combi blanca, espaciosa e impecable. Un americano grandote la manejaba.
—Hola —le dije.
El grandote sacudió un poco la cabeza, a modo de saludo. A los diez minutos de viaje llegamos a un hotel chico con un lejos simpático pero que de cerca, parecía de cartón.
—Esta será su morada, Aguirre, pero por una semanita nomás.
—OK —le respondí.
Sin darme cuenta había cambiado el “si” de siempre por un “OK”.
—Es transitorio —aclaró el doctor—. Hasta que en la clínica todo esté en orden. ¿Le parece mi amigo?
—OK —dije una vez más, asombrado por cómo se me daba eso de asimilar un nuevo idioma.
El doctor me dejó unos doscientos dólares.
—Para sus gastos, Aguirre —dijo y quedó en llamarme o visitarme al día siguiente.
Tardó tres días en aparecer y su aspecto no era el mejor. Lo acompañaba, nuevamente, el grandote de la combi. Esta vez transportaba un maletín oscuro y una especie de estuche plástico que bien podía ser una sofisticada heladerita de picnics del futuro.
—Será mejor que nos sentemos —dijo el doctor Gauna y los dos nos sentamos sobre la cama, otro lugar no había. El grandote se quedó parado junto a la puerta de la habitación.
—Antes que nada le pido disculpas…
—No se preocupe, doctor, me imagino que estuvo ocupado con sus asuntos.
—No, Aguirre, no es eso solamente. Lo de la clínica está demorado, complicado —por primera vez le costaba mirarme a los ojos.
—¿Complicado?
—Como escucha, mi amigo. La habilitación se cayó y los inversores volaron… Hoy no están dadas las condiciones para que podamos operar…
—¿Operar? —pregunté asustado.
—Operar, funcionar, trabajar, ¿me entiende, Aguirre?
—Por supuesto, entiendo perfectamente —contesté aliviado.
—Así es que nos vemos obligados a desarrollar nuestras tareas y toda nuestra investigación en el más absoluto de los secretos. En total clandestinidad, mi amigo, y yo no quiero perjudicarlo ni involucrarlo más de lo que está
—¿Y entonces?
—Y entonces, Aguirre, sólo me resta pedirle un último favor.
—Diga de una vez, doctor.
El doctor miró al grandote y le hizo un movimiento de cabeza. El grandote abrió el maletín, sacó un tarrito blanco, de plástico, envasado en una bolsita transparente y me lo entregó. Yo no tenía la menor idea de qué era lo pretendía con eso.
—Necesitamos su aporte, Aguirre. Lo máximo que pueda.
—¿De qué me habla doctor?
—De su semen, mi amigo.
—¿De qué? Pero escúcheme, doctor. O yo estoy loco o su propuesta era otra.
—Aguirre, cien veces se lo dije, mi meta es lograr, gracias a su aporte genético, fecundar a mujeres de esta nación, atletas todas, seleccionadas entre miles de candidatas para obtener una combinación perfecta entre las virtudes de esta raza superadora y el talento único y caprichoso de uno de los máximos representantes de lo mejor del fútbol sudamericano.
—OK —dije— ¿Y las mujeres?
—¿Qué mujeres? —preguntó el doctor un poco alterado.
—Las mujeres esas que me dijo: las candidatas, las atletas...
—Pero no, mi amigo, este es un proceso de inseminación artificial. ¿O usted pensó que iba a tener sexo con ellas?
—No —mentí. ¿Qué le iba a contar? ¿La verdad? ¿Que yo entendí que iba a “conocer” a todas esas mujeres? ¿Que las imaginé perfectas, jóvenes y atléticas?
—Mire, Aguirre. Lamento la situación que estamos viviendo y que las cosas no se hayan dado como le prometí o como usted lo soñó pero, al menos por ahora, lo mejor será que vuelva a Buenos Aires y con el tiempo veremos si esta situación adversa se modifica. Yo no puedo ni quiero frenar la marcha de las investigaciones. Como le dije, trabajaré de manera clandestina.
El sueño americano se me pinchaba. No quedaba otra que volver a casa, a casa de mi hermana.
Gauna y el grandote me miraban, esperaban a que yo hablara o hiciese alguna cosa y a mí me costaba reaccionar. Es que venía preparado para otra cosa, Gauna me había hablado tanto de esas mujeres… “Son todas perfectas, una mejor que otra”, decía. “Imagínese”, repetía. Y yo las imaginaba: pelirrojas altas y pechugonas, deliciosamente pecosas; negras de terciopelo, con patas largas y firmes; negras caderonas; preciosas rubias de ojos azules y cabellos largos. A todas me las imaginaba. Él me decía: “Lo supremo de la raza americana, Aguirre”. Y yo soñé, con cada una de ellas soñé. ¿Qué pretendían? ¿Que me metiera en el baño así como así, con ese tachito plástico y les entregue lo mejor de mí?
Gauna buscó en el maletín y sacó dos revistas de esas, que en aquellos años, eran difíciles de conseguir en Buenos Aires. Me las ofreció y me dijo:
—Tómese su tiempo.
Desde la tapa de una de las revistas, una rubia de tetas grandes me sonreía.
Lo miré y le pregunté:
—¿Tiene material de las candidatas? Fotos, digo...
Giró y le hizo un nuevo gesto al grandote. Bob guardó las revistas, buscó en el maletín y me entregó una carpeta con fichas, planillas e informes.
—Esperen afuera —les dije y me encerré en el baño.
Revisé la carpeta, eran más de diez mujeres. No tan lindas como me las había imaginado pero tampoco estaban mal. A pesar de que las fotos parecían sacadas de los archivos de la policía, hice mi trabajo lo mejor que pude. Le entregué el tarrito plástico a Bob y lo colocó dentro de la heladerita que tanto cuidaba. Gauna me explicó que a la mañana siguiente, Bob me llevaría al aeropuerto para que tomara mi vuelo de regreso.
Sin abrazos me estrechó la mano.
—Nos mantenemos en contacto, Aguirre.
—OK —le dije, pero esa vez no le creí.
Al otro día temprano, apareció el grandote; condujo la combi blanca sin pronunciar una sola palabra. Es el día de hoy que todavía me pregunto si no era mudo. Pasaron casi treinta años de aquella expedición a tierras americanas. A Gauna, no lo vi más y tampoco supe más nada de él. Cada tanto miro algún partido de los que pasan por la tele de la “Major League Soccer”, la liga de fútbol de los Estados Unidos. En realidad, no miro los partidos, miro a los jugadores, cómo se mueven, sus gestos, cómo son, si se parecen a mí. Todo el tiempo me pregunto si alguno será hijo mío. Nunca le consulté a Gauna qué apellido le pondrían a los chicos. ¿El de la madre, Aguirre, Gauna, cuál? Leo las formaciones de los equipos y me esfuerzo en recordar los apellidos de aquellas mujeres que estaban en la carpeta que me dio Bob pero no me acuerdo del de ninguna de ellas. Ni el de una sola. Claro, en ese momento pensaba en otras cosas.
Puede parecer ridículo pero cuando no juega Argentina, mi corazón hincha por Estados Unidos.
Hace unos días vi el partido que le ganamos (que le ganaron) a España por la semifinal de la Copa de las Confederaciones y me emocioné. Llegaron a la final venciendo, nada más y nada menos, que al equipo sensación de los últimos años, y lo hicieron con autoridad: dos a cero, rompiéndole el invicto récord de treinta y cinco partidos.
Hoy jugaron la final contra Brasil. Empezaron con todo, sorprendiendo a los “brasucas” con otro dos a cero. Busqué algún detalle en Dempsey, el del primer gol, algo que me resulte familiar. También lo hice con Landon Donovan, el que metió el segundo, pero nada. Ninguno de los dos parecía tener algo mío, ni por juego, ni por personalidad.
¿Qué se lleva en la sangre cuándo hablamos de fútbol?
Por un momento, en el único en el que noté un cierto parecido fue en Howard, el arquero. Algo en la mirada, su contextura, la forma de correr tal vez. Sería el colmo que después de tanto experimento y de tanta ciencia me saliera un hijo arquero. Atajó muy bien el primer tiempo pero después Brasil se le vino al humo. Tres goles le metieron. Mantuve las esperanzas hasta el minuto final pero no se dio. Brasil fue el campeón
¡Ay, Gauna, Gauna! ¿Qué habrás hecho con ese tarrito plástico que te dejé?
Seguramente poco y nada. Un hijo mío, ese partido, no lo perdía.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 28 de junio de 2009
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