30 - Pretemporada en Mar Azul
Las playas de Mar Azul son enormes todo el día y todo el año, pero en febrero, a las ocho de la mañana, parecen gigantes, inmensas… Interminables.
- ¿Somos los primeros? -pregunta Lili.
- Parece, ¿no?
Los únicos habitantes de la playa son unos pocos pescadores, tres o, a lo sumo, cuatro. Caminamos hasta la arena dura, acomodo las sillitas, me quito la remera, miro a Tután y él me mira atento, ansioso por correr hasta el agua y mojarse las patas antes que yo. Lili le acaricia la cabeza, aprovecho la distracción y salgo de pique hasta la orilla. Tután gira, se olvida de Lili y corre desesperado por ganarme la carrera. Siempre me gana. Llegamos al agua y nos recibe una ola fuerte, espumosa, brillante y fría; muy fría. Me freno, a Tután el agua fría no lo asusta y se mete casi hasta el cogote. Yo no soy Tután y retrocedo unos pasos hasta quedar fuera del agua o casi. Me ladra una, dos veces; debe querer que me meta y que juegue con él. Ni loco. Tal vez más tarde, cuando el sol caliente un poco.
Camino por la orilla hasta encontrarme con el primer pescador; el hombre permanece firme con la vista clavada en el mar, firme como la tanza de su caña que entra en el mar y se pierde. Tután llega, se sacude y nos salpica a mí y al pescador que lo mira con mala cara. Amargo.
- Vamos -le digo a Tután y nos volvemos junto a Lili.
No sé de dónde salieron pero ahí están, primero veo al pibe: un gordito rubión de doce años (o catorce como mucho), con cara de bueno. Después descubro la serie de conos naranjas dispuestos a lo largo de la playa, y por último lo veo a él, al que supongo que es el viejo, al responsable de semejante hecho inusual y, digamos, deportivo.
El pibe viste el equipo completo de San Lorenzo, el equipo original: la ultimísima camiseta, el pantaloncito, las medias y zapatillas de las escandalosamente caras. Todo nuevo, todo impecable. ¡Una fortuna tiene puesta encima!
No sé por qué pero siempre me cayeron mal los que se “disfrazan” de jugador de fútbol profesional, me da como que quieren disimular con guita y pilcha lo quesos que son. En un “pan y queso” ni loco elijo a uno de estos que se aparecen con todo el equipo a estrenar de su club favorito.
El que yo creo que es el padre da unos piques rápidos en el lugar como un jugador que está a punto de entrar a la cancha; es un tipo de mi edad, bajo, panzudo y pelado. Parece un entrenador de fútbol patrocinado por Nike: camiseta Nike negra con vivos blancos que le queda ajustadita en la zona del abdomen, pantaloncito negro Nike, zapatillas de la marca de la pipa y medias cortas.
El pibe juguetea con una pelota azul que no debe tener ni una semana de uso. Sus movimientos no muestran nada especial ni asombroso. El golpeteo de las olas y el rumor incesante del mar me impiden escuchar las indicaciones del supuesto padre gordito al supuesto hijo gordito. Es tan temprano que aún no habían aparecido el vendedor de churros y, muchísimo menos, la gritona que ofrece “gaaaseosaaas... iennnsalada de frutaaas”; sin embargo estos dos personajes entrenan acá, en la playa, como si estuvieran en plena pretemporada.
El chico corre en slalom entre los conos naranjas, va hacia un lado y vuelve; ya en el segundo intento lo hace al trote y sin el entusiasmo inicial, recién cuando el padre lo arenga, el hijo recupera el ritmo y vuelve a correr. El padre le arrima la pelota y él intenta hacer el mismo recorrido dominando el balón, esquivando conos como si fueran rivales. Claro, esa es la idea pero al pibe no le sale. “Vamos, vamos”, le insiste el padre, sin embargo el hijo se tropieza más de lo que avanza. En el segundo intento, que es menos desastroso que el primero, el padre corre hasta un bolsito que tiene a un costado y aparece con una cámara de video pequeña. Filma a su hijo intentando esquivar los conos, el pibe se da cuenta y trata de mejorar su performance pero mucho no lo consigue. El padre se apasiona y busca encuadres sofisticados, el pibe hace una más o menos bien, pasa cerca del lente, se tienta y sonríe a cámara.
Ahora ambos trotan enfrentados a lo largo de la fila de conos, el padre le arroja la pelota con las manos para que el hijo se la devuelva a puros cabezazos. Una bien, dos bien, tres bien..., a cualquier lado. Una bien, dos bien..., a cualquier lado. Una bien..., a cualquier lado. El padre acelera el ritmo y el chico pifia más de las que acierta.
¡Mi Dios! Un tronco sin cintura ni habilidad en manos de un obsesivo que cree y pretende que su hijo sea lo que no es: un crack. ¡Cuánta locura! Con Tután nos miramos y nos damos cuenta de que pensamos lo mismo: ese chico debería estar jugando con otros chicos, disfrutando de sus vacaciones y no sufriéndolas.
Ellos hacen un break, el padre saca una botellita que esconde en el interior de uno de los conos y se la alcanza a su hijo, es una botella pequeña de PVC que contiene un líquido de color ocre y denso, un menjunje casero, imagino, con alguna receta mágica capaz de transformar en promesa o realidad a este pibe disfrazado de jugador de fútbol. Toma un trago mientras el padre lo observa con atención. “Todo”, le dice el padre; el pibe se apoya el pico en los labios, cierra los ojos y apura el contenido de la botella de un trago, sin respirar. Termina y se queda quieto, sin levantar la cabeza y sin abrir los ojos. El pibe extiende su brazo y le ofrece la botella vacía al padre, este la recibe y la vuelve a guardar dentro del cono naranja. El hijo permanece en la misma posición y quieto unos cuantos segundos más. Empiezo a pensar seriamente en la posibilidad de que el menjunje sea una receta mágica. El padre se le acerca como si no quisiera despertarlo de esa especie de trance que su hijo está viviendo, cuando llega junto a él respira profundamente, muy despacio levanta sus brazos hasta ubicar las manos a la altura de las orejas del chico y hace chasquear sus dedos. Me imagino que el pibe se va a despertar y va a empezar a toquetear la pelota azul como si fuera el mismísimo Lío Messi pero no, el pibe por fin se mueve, primero se sacude, luego se toma la panza y por último lanza un intenso vómito ocre y denso que baña por completo a su sorprendido padre.
No puedo contener la carcajada, el padre me escucha y me mira depositando todo su odio y su frustración en mí. Le ofrezco una toalla pero el prefiere quitarse, arrancarse casi, la remera Nike y limpiarse con eso. El gordito hijo también me mira y se sonríe mientras se pasa el dorso de la mano para limpiarse la boca sucia. El padre junta los conos con prisa y los mete en el bolsito, de una patada revolea la botella vacía de PVC y emprende su retirada rumbo a la salida de la playa detrás los médanos. El pibe lo mira y no se atreve a decir nada. Ve que el padre se aleja a paso vivo y está a punto de ir tras él cuando descubre que se olvidaban la pelota azul. Trota hasta la pelota y cuando llega, intenta hacer una bicicleta pero se le traba un pie o se enreda con no sé qué y termina panza arriba sobre la arena. Trato de no reírme. El pibe se sienta, se sacude la arena y me busca con la mirada pero Tután y yo corremos hacia el mar; el sol había calentado lo suficiente.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 26 de febrero del 2011.
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- ¿Somos los primeros? -pregunta Lili.
- Parece, ¿no?
Los únicos habitantes de la playa son unos pocos pescadores, tres o, a lo sumo, cuatro. Caminamos hasta la arena dura, acomodo las sillitas, me quito la remera, miro a Tután y él me mira atento, ansioso por correr hasta el agua y mojarse las patas antes que yo. Lili le acaricia la cabeza, aprovecho la distracción y salgo de pique hasta la orilla. Tután gira, se olvida de Lili y corre desesperado por ganarme la carrera. Siempre me gana. Llegamos al agua y nos recibe una ola fuerte, espumosa, brillante y fría; muy fría. Me freno, a Tután el agua fría no lo asusta y se mete casi hasta el cogote. Yo no soy Tután y retrocedo unos pasos hasta quedar fuera del agua o casi. Me ladra una, dos veces; debe querer que me meta y que juegue con él. Ni loco. Tal vez más tarde, cuando el sol caliente un poco.
Camino por la orilla hasta encontrarme con el primer pescador; el hombre permanece firme con la vista clavada en el mar, firme como la tanza de su caña que entra en el mar y se pierde. Tután llega, se sacude y nos salpica a mí y al pescador que lo mira con mala cara. Amargo.
- Vamos -le digo a Tután y nos volvemos junto a Lili.
No sé de dónde salieron pero ahí están, primero veo al pibe: un gordito rubión de doce años (o catorce como mucho), con cara de bueno. Después descubro la serie de conos naranjas dispuestos a lo largo de la playa, y por último lo veo a él, al que supongo que es el viejo, al responsable de semejante hecho inusual y, digamos, deportivo.
El pibe viste el equipo completo de San Lorenzo, el equipo original: la ultimísima camiseta, el pantaloncito, las medias y zapatillas de las escandalosamente caras. Todo nuevo, todo impecable. ¡Una fortuna tiene puesta encima!
No sé por qué pero siempre me cayeron mal los que se “disfrazan” de jugador de fútbol profesional, me da como que quieren disimular con guita y pilcha lo quesos que son. En un “pan y queso” ni loco elijo a uno de estos que se aparecen con todo el equipo a estrenar de su club favorito.
El que yo creo que es el padre da unos piques rápidos en el lugar como un jugador que está a punto de entrar a la cancha; es un tipo de mi edad, bajo, panzudo y pelado. Parece un entrenador de fútbol patrocinado por Nike: camiseta Nike negra con vivos blancos que le queda ajustadita en la zona del abdomen, pantaloncito negro Nike, zapatillas de la marca de la pipa y medias cortas.
El pibe juguetea con una pelota azul que no debe tener ni una semana de uso. Sus movimientos no muestran nada especial ni asombroso. El golpeteo de las olas y el rumor incesante del mar me impiden escuchar las indicaciones del supuesto padre gordito al supuesto hijo gordito. Es tan temprano que aún no habían aparecido el vendedor de churros y, muchísimo menos, la gritona que ofrece “gaaaseosaaas... iennnsalada de frutaaas”; sin embargo estos dos personajes entrenan acá, en la playa, como si estuvieran en plena pretemporada.
El chico corre en slalom entre los conos naranjas, va hacia un lado y vuelve; ya en el segundo intento lo hace al trote y sin el entusiasmo inicial, recién cuando el padre lo arenga, el hijo recupera el ritmo y vuelve a correr. El padre le arrima la pelota y él intenta hacer el mismo recorrido dominando el balón, esquivando conos como si fueran rivales. Claro, esa es la idea pero al pibe no le sale. “Vamos, vamos”, le insiste el padre, sin embargo el hijo se tropieza más de lo que avanza. En el segundo intento, que es menos desastroso que el primero, el padre corre hasta un bolsito que tiene a un costado y aparece con una cámara de video pequeña. Filma a su hijo intentando esquivar los conos, el pibe se da cuenta y trata de mejorar su performance pero mucho no lo consigue. El padre se apasiona y busca encuadres sofisticados, el pibe hace una más o menos bien, pasa cerca del lente, se tienta y sonríe a cámara.
Ahora ambos trotan enfrentados a lo largo de la fila de conos, el padre le arroja la pelota con las manos para que el hijo se la devuelva a puros cabezazos. Una bien, dos bien, tres bien..., a cualquier lado. Una bien, dos bien..., a cualquier lado. Una bien..., a cualquier lado. El padre acelera el ritmo y el chico pifia más de las que acierta.
¡Mi Dios! Un tronco sin cintura ni habilidad en manos de un obsesivo que cree y pretende que su hijo sea lo que no es: un crack. ¡Cuánta locura! Con Tután nos miramos y nos damos cuenta de que pensamos lo mismo: ese chico debería estar jugando con otros chicos, disfrutando de sus vacaciones y no sufriéndolas.
Ellos hacen un break, el padre saca una botellita que esconde en el interior de uno de los conos y se la alcanza a su hijo, es una botella pequeña de PVC que contiene un líquido de color ocre y denso, un menjunje casero, imagino, con alguna receta mágica capaz de transformar en promesa o realidad a este pibe disfrazado de jugador de fútbol. Toma un trago mientras el padre lo observa con atención. “Todo”, le dice el padre; el pibe se apoya el pico en los labios, cierra los ojos y apura el contenido de la botella de un trago, sin respirar. Termina y se queda quieto, sin levantar la cabeza y sin abrir los ojos. El pibe extiende su brazo y le ofrece la botella vacía al padre, este la recibe y la vuelve a guardar dentro del cono naranja. El hijo permanece en la misma posición y quieto unos cuantos segundos más. Empiezo a pensar seriamente en la posibilidad de que el menjunje sea una receta mágica. El padre se le acerca como si no quisiera despertarlo de esa especie de trance que su hijo está viviendo, cuando llega junto a él respira profundamente, muy despacio levanta sus brazos hasta ubicar las manos a la altura de las orejas del chico y hace chasquear sus dedos. Me imagino que el pibe se va a despertar y va a empezar a toquetear la pelota azul como si fuera el mismísimo Lío Messi pero no, el pibe por fin se mueve, primero se sacude, luego se toma la panza y por último lanza un intenso vómito ocre y denso que baña por completo a su sorprendido padre.
No puedo contener la carcajada, el padre me escucha y me mira depositando todo su odio y su frustración en mí. Le ofrezco una toalla pero el prefiere quitarse, arrancarse casi, la remera Nike y limpiarse con eso. El gordito hijo también me mira y se sonríe mientras se pasa el dorso de la mano para limpiarse la boca sucia. El padre junta los conos con prisa y los mete en el bolsito, de una patada revolea la botella vacía de PVC y emprende su retirada rumbo a la salida de la playa detrás los médanos. El pibe lo mira y no se atreve a decir nada. Ve que el padre se aleja a paso vivo y está a punto de ir tras él cuando descubre que se olvidaban la pelota azul. Trota hasta la pelota y cuando llega, intenta hacer una bicicleta pero se le traba un pie o se enreda con no sé qué y termina panza arriba sobre la arena. Trato de no reírme. El pibe se sienta, se sacude la arena y me busca con la mirada pero Tután y yo corremos hacia el mar; el sol había calentado lo suficiente.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 26 de febrero del 2011.