El orden de los factores no altera el producto

Creo que la gente que entra lee lo que tiene más a mano, por lo tanto modifiqué el orden de los cuentos y organicé la página para que puedan leer fácilmente el inicio de cada cuento y al que le interesa hace click en "seguir leyendo" y se abrirá la página con el cuento completo.
Gracias.
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6. Huguito, mi amigo

Huguito fue siempre mi mejor amigo. Hicimos toda la primaria y la secundaria juntos. ¡Amigos desde el primer día! Nos cagábamos de la risa. Huguito vivía a seis cuadras de casa y lo único que no hacíamos juntos era ir a la cancha. Nunca entendí bien por qué pero él con el fútbol no se enganchaba. En todo lo demás era un fenómeno. Y siempre anduvo con buenas minas. Porque era entrador, simpático y con un toque de pinta de reo. Eso, a las minas, las mataba.
Apenas terminamos quinto año Huguito se piró a Miami, a laburar con un tío que vivía allá desde hacía una pila de años. Huguito siempre la tuvo clara. Imaginate: laburo asegurado, primer mundo, dólares, ¿qué más podés pedir? Hace poco vino por unos días a Buenos Aires y se trajo su novia yanqui para que la conozcan sus viejos. Irene se escribe el nombre de la mina, como acá, pero allá se dice “Airín”. No sé por qué pero a mí me causaba gracia el nombre “Airín”, me sonaba chistoso y cada vez que alguien la nombraba yo me tentaba. “Airín” era una pelirroja bien yanqui, pecosa pero de esas pelirrojas lindas. Porque viste que en el caso de las pelirrojas hay dos tipos bien diferenciados: las que son unos bagres sin remedio y las que son unos yeguones de aquellos. No hay término medio. Bueno, Airín era de estas últimas, un yeguón infernal.
Huguito y Airín llegaron a Buenos Aires el domingo que Banfield nos ganó 3 a 1 en la cancha de Vélez. ¡No sabés cómo estaba yo esa noche! Había ido a la cancha con el Tano Iezzi, los dos preparados para la gran fiesta, para dar la vuelta olímpica y nos tuvimos que volver con los trapos sin estrenar. El Tano para levantarme el ánimo, me decía: “¡No te amargués, vas a ver qué lindo! ¡Ahora le ganamos a los bosteros y les damos la vuelta olímpica en la jeta!”. Yo tenía un cagazo de madre y señor mío.
Fue así que cuando llegué a casa, mi vieja me avisa que había llamado Huguito y que estaba en la Argentina. ¡La alegría que me agarró! Hacía como cinco años que no nos veíamos. Ni me cambié, como estaba, con la camiseta del Rojo, me rajé para la casa de los viejos de Huguito. Nos abrazamos con él, con los viejos y me presentó a Airín. Nos quedamos meta charla hasta las cuatro de la mañana. Hablamos un vagonazo. Él me contó lo bien que le iban las cosas allá y yo lo mal que estaba todo por acá. Me dijo que hacía como ocho meses que vivían juntos con Airín y yo le hablaba del Rojo de Avellaneda y de nuestras grandes chances de salir campeones. A Huguito lo del Rojo le importaba una mierda pero la que parecía entusiasmada era Airín. Ella hablaba un poco de español, mezclaba algunas cosas y sonaba raro pero se defendía. Me empezó a preguntar de fútbol, de las hinchadas, de las camisetas, de todo. Y por supuesto, de Maradona. Le conté que el domingo se venía un partido clave, definitorio: Independiente – Boca en la cancha del Rojo y que si ganábamos, salíamos campeones. Airín se entusiasmó de una manera que no se podía creer. Empezó a decir que ella era del Rojo y que el domingo tenía que ir a la cancha. Se agarraba el pelo mientras lo miraba a Huguito y le decía:
- ¡Mira, mira! ¡Es rojo como Independiente, como mi sangre!
Huguito la miraba y le sonreía sin tomarla muy en serio.
- Yo el domingo voy a la cancha – insistía.
- Dale, vamos. Te llevo – dije yo entre risas. Y ahí la cagué. Sin darme cuenta la cagué. Quedé abrochado. El domingo estaba llevando a Airín a la cancha del Rojo a ver el partido contra Boca. ¡En la popular! Los dos solos porque Huguito no quiso venir ni a palos. Mirá que le rogué y le rogué pero nada.
La cancha estaba hasta las pelotas y Airín, fascinada. ¡Si hasta se había comprado la camiseta de Independiente! Te imaginás que tuvimos que ir temprano. ¡Hacía un calor…! Pero a esta mina no le importaba nada. ¡Tenía una alegría de estar ahí! Me preguntaba todo. Le expliqué que faltaban sólo dos partidos para que termine el campeonato, que en las últimas fechas no estuvimos jugando bien y que Boca venía ganando todo, que los ocho puntos de diferencia que teníamos sobre Boca se transformaron mágicamente en sólo tres puntos, que teníamos unos cuantos lesionados, que el calor…
- ¿Vos tienes miedo? – me dice con su acento raro – No más miedo. Vas a ser campeones hoy.
Tenía razón. Yo estaba abriendo el paraguas antes de tiempo.
Era muy divertido verla cómo aprendía los cantitos de la hinchada sin saber qué carajo querían decir. Al rato ella inventaba cantitos mezclando inglés y castellano. Un personaje la mina esta. Los chabones que estaban cerca no paraban de mirarla porque te juro que era un minón y la camiseta le quedaba como los dioses. ¡Cuando salieron las diablitas! Vos viste lo que son. Airín se hace un nudo con la camiseta, se pone bien sexy y me dice al oído:
- Yo ser una perfecta diablita.
Tenía razón era perfecta pero yo trataba de pensar en el partido, en Huguito, en cualquier otra cosa. Las diablitas se movían y Airín se movía igual. En eso llamó a un heladero que mientras le vendía un palito no sabía dónde frenar los ojos. Vos veías cómo los ojitos del tipo iban de las tetas de Airín a los ojos, de los ojos a la boca y de la boca a las tetas otra vez. Creo que terminó mareado el loco. A ella le importaba tres carajos, ni cuenta se daba.
Por fin empezó el partido. Al principio, en cada jugada de riesgo, ya sea nuestra o de los bosteros, Airín me agarraba del brazo. Después directamente me abrazaba y me clavaba las tetas en la espalda o en el hombro al tiempo que daba pequeños grititos. Te juro que me desconcentraba. Para colmo el partido estaba complicado, recontra complicado. Y ni te cuento cuando en el minuto 38 del primer tiempo, el mellizo Guillermo nos mete un gol. La hinchada se quedó muda y la única que gritaba era Airín:
- ¡Los Bocas son putos! – gritaba.
El segundo tiempo fue para sufrir. Los de Boca se perdieron no sé cuantos goles, nosotros parecíamos casi sin piernas. Todos lanzados al ataque como desesperados y descuidando el fondo. Airín se la pasó todo el tiempo abrazada a mí. Hubo un par de jugadas del Chelo Delgado que no fueron gol de milagro. En esas jugadas ¿sabés lo que hizo? Me agarraba la mano y me la mordía de los nervios, cuando la jugada pasaba me daba besitos en los lugares que me había mordido. Estaba loca, loca de atar. Y a mí se me paraban hasta los pelitos de la nuca.
Los de Boca cantaban cuando llegó el minuto 41 y en eso asoma Pusineri, salvador, para clavar un cabezazo a la derecha de Abbondanzieri. Gol del Rojo. Pegué un salto para gritarlo cuando Airín eufórica me agarra y me mete un chupón que casi me atraganto. A mí se me mezcló todo. No entendía nada y esta mina no me largaba. Terminamos tirados sobre los escalones de la popular, la tenía encima, completamente montada chuponeándome a más no poder. Por mi cabeza pasaron imágenes de Huguito, mi amigo del alma, mezcladas con el Tolo Gallego, Bochini y yo qué sé cuantos más. De repente se paró y empezó a saltar como el resto de la hinchada. Giró hacia mí y me ofrecía la mano para que me sumara a la hinchada. Yo, desde el suelo, la miraba como si sus movimientos fueran en cámara lenta. Ese pelo rojo, hermoso se movía de una manera espectacular. Y sus tetas… ¡Mi Dios! Eran perfectas, dibujadas, soñadas. Se movían y danzaban por debajo de la camiseta del Rojo con una cadencia sublime. Ahí me di cuenta de que no hay nada más lindo que una hermosa mujer saltando y alentando con la camiseta de tu equipo. Porque si ese día todos se hubiesen matado por tener la camiseta de Pusineri, yo hubiera preferido cien veces la camiseta de Airín.
El regreso fue de terror. Ella quería festejar, festejar conmigo. Y si entendiste lo excitada que estaba, te darás cuenta de cómo pensaba festejar. Yo trataba de no mirarla y de pensar todo el tiempo en mi amigo, mi mejor amigo. La dejé en la casa de los viejos de Huguito. Apenas se bajó del auto me fui rajando sin ver a nadie porque no sabía qué carajo hacer o decir. A la noche, tarde, llamé a Huguito por teléfono y lo cité en un bar, le pedí que vaya solo, que necesitaba hablar con él. Le conté todo. Él es mi mejor amigo y decidí ir de frente, con toda la verdad. Huguito se enojó. Casi me pega. A punto estuvo.
Aquel día perdí a mi mejor amigo. Aquel día perdí la posibilidad de voltearme a ese bombonazo.
Todo mal.
O casi, al menos el Rojo empató.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 11 de diciembre del 2002
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3. Amanecer en Tijuana

Sólo yo sé lo que pasó. Nadie más sobrevivió aquella noche y sólo yo sé qué sucedió en el Tijuana. Aparece gente de vez en cuando que dice haber sobrevivido a aquella masacre pero todos ellos mienten. Hablan como si supieran, inventan hechos y personajes, nombres de víctimas y culpables, se atribuyen actos de heroísmo y cuentan versiones con tanta pasión que algunos de sus ocasionales oyentes pueden llegar a creerles. Pero no, nada de lo que dicen es lo que realmente sucedió. Todas las historias que cuentan por ahí sobre aquella noche en el Tijuana, y no son pocas, suelen mencionar al Loco Garrido como el responsable directo de esa gran matanza. Y todas, todas las historias que he oído, sin olvidarme de ninguna, se equivocan. El Loco Garrido estuvo allí, nadie lo puede negar. Pero el Loco fue uno de los primeros en morir, apenas empezó la masacre y casi sin entender bien qué era lo que pasaba. Su cuerpo tenía tres disparos, uno de pistola en su cabeza y dos escopetazos en la espalda. La sangre que brotó de su frente cuando fue asesinado a quemarropa inmediatamente se mezcló con las lágrimas que lloró, unos segundos antes, pidiendo clemencia. Luego, uno de sus propios hombres al verlo muerto y tirado en el piso como un trapo viejo, le disparó los dos escopetazos en la espalda al tiempo que reía a carcajadas. Otros dos se acercaron al cadáver bien muerto de El Loco Garrido, uno le dio una patada en su rostro que pareció dibujarle una sonrisa. El segundo lo meó. Sí, es cierto, lo meó. Con una meada tan larga que recorrió el cuerpo de El Loco haciendo dibujos con su meo. Se ensañó con lo que quedaba del rostro de Garrido, pasó por la boca y los ojos tiesos hasta llegar a una de las orejas donde descargó las pocas gotas que le quedaban. Pobrecito Garrido. No le perdonaron nada.
Pero no fue él quien peor la pasó. Todos, excepto yo, sufrieron lo suyo. El primero en morir fue Altuna. Cuando comenzó la discusión y algunos se paraban preparándose para la gran pelea, Altuna quiso calmar a las fieras. Apenas alcanzó a ponerse de pie cuando recibió un botellazo que le sacó media oreja. Eso no fue lo que lo mató, fue la caída. Su cabeza dio contra la base de una de las enormes columnas del Tijuana. Y Altuna no se movió más. Por un segundo todos se callaron hasta que el Trucho Santana se puso como loco al darse cuenta de que su compañero de toda la vida estaba muerto. Santana rompió el silencio con un alarido que parecía no terminar nunca. Empezó a girar, una y mil vueltas mientras disparaba sus dos revólveres sin importarle a quién reventaba y a quién no. Al menos cuatro tipos mató y otros dos resultaron heridos pero nada calmaba la locura del Trucho Santana. De una esquina del salón saltó el Gordo Gentile llevando una mesa como escudo. Con mesa y todo se tiró encima del Trucho. Los ciento veinte kilos del gordo cayeron sobre Santana, rompiendo la mesa en unos cuantos pedazos y dejándolo medio tonto. El Gordo se arrodilló sobre el pecho del Trucho, lo cazó de los pelos y empezó a golpearle la cabeza contra el piso. Recién cuando vio que en sus manos había sangre entendió que ya lo había matado hacía rato. Se incorporó, se restregó las manos en su camisa, incómodo con el pegote de los pelos del Trucho Santana entre sus dedos y salió corriendo hacia el baño del Tijuana para quién sabe qué.
A esta altura todo era un caos, había más cadáveres que gente viva. Los mellizos Cortina se medían a punta de cuchillo. Carlitos, el más petiso de los dos, corría a su hermano Adolfo por detrás de la barra del bar. Cuando Adolfo se vio encerrado no le quedó otra que enfrentar a Carlitos. Los dos se miraron sin pestañear. Todos los que conocíamos a la familia Cortina sabíamos que el enfrentamiento entre los hermanos, tarde o temprano iba a llegar. Ambos se odiaban. Y la culpa, dicen, la tiene la madre. Carlitos aparecía más agazapado que Adolfo pero los dos estaban muy alertas a los movimientos del otro. A ninguno de los mellizos los distrajo el grito que pegó el Negro Galván cuando el Tute García lo despachó de un solo tiro en medio del pecho. Carlitos tiró el primer puntazo pero su hermano pudo esquivarlo sin problemas. Los dos sudaban y mucho. Los ojos de Adolfo estaban tan rojos que parecían a punto de explotar. Carlitos tiró el segundo puntazo, Adolfo lo bajó con la mano izquierda y le clavó un cuchillazo en la panza que casi lo pasa de lado a lado. Carlitos se aferró a su hermano, lo miró a los ojos y algo quiso decirle pero sólo pudo vomitarle sangre. Adolfo lo dejó caer manteniendo el cuchillo firme y le abrió un nuevo tajo hasta los pulmones. Recién ahí lo largó. Adolfo avanzó un par de pasos, cuando se dio vuelta para ver a su hermano, un escopetazo le partió la cabeza. Estoy seguro de dos cosas: la primera es que Carlitos tuvo unos segundos más de vida para disfrutar viendo cómo su hermano moría primero, y la segunda cosa que puedo asegurar es que Adolfo ni supo que fui yo quien le disparó el escopetazo. ¿El motivo? Ya no había motivos a esa altura de la noche. Era tal el quilombo que el que no mataba, moría.
Con un estruendo cayó el Gordo Gentile por las escaleras que bajaban de los baños. Su enorme cuerpo quedó en una posición casi ridícula. Más atrás apareció el Chino García, el primo del Tute, con una pistola aún humeante. El hijo de puta cruzó casi todo el salón sin recibir un solo rasguño, agarró del cuello, tratando de arrancarle la garganta, al tipo que había meado al pobre Garrido. El tipo manoteaba el aire sin lograr zafarse del Chino, Y cuando el Chino se cansó de hacer fuerza, le clavó la pistola caliente en medio de las bolas y le pegó tres tiros en los huevos que nos dolieron a los pocos tipos que vimos lo que pasaba. El Chino buscó otra víctima. Revisó un par de cadáveres hasta que encontró al Tute con una gran cuchilla clavada en medio del cuello. Levantó la vista y éramos muy pocos los que quedábamos vivos: un tal López, hombre de El Loco Garrido; un flaco alto y pelilargo que había empezado a trabajar de mozo la semana pasada; el Beto Beltrame, compañero mío de la primaria y yo. Todos los demás que habían estado esa noche en el Tijuana ya estaban muertos. Nunca me puse a contarlos pero supongo que eran más de veinte. López y el flaco estaban trenzados en plena lucha sobre los restos de una mesa; el Beto Beltrame se ocupaba de vaciarle los bolsillos a todos los muertos que estaban a su alrededor. Por lo tanto cuando el Chino levantó la vista al que primero descubrió fue a mí. Yo estaba del otro lado del salón, parado, como esperando un nuevo contrincante. Tenía la escopeta agarrada por el caño, hacía rato que me había quedado sin cartuchos y la usaba como bate de béisbol o cómo podía. Antes, un rato antes, le había dado un culatazo a Domingo, el dueño del Tijuana. Del golpe le saqué el ojo izquierdo. Cuando cayó de rodillas, delante de mí, le clavé un puntinazo bajo el mentón que le hizo sacudir la cabeza y se escuchó cómo se le quebraban las vértebras de la nuca.
El Chino García se me vino encima. Avanzaba como un toro, levantando su pistola, decidido a descargarme todos los tiros que pudiera. El cagazo que me pegué fue tan grande que tardé un par de segundos en darme cuenta de que el Chino apretaba el gatillo pero no tenía balas. Me preparé para recibir su embestida con el culatazo más fuerte que pude preparar. El Chino aceleró los últimos dos metros con la intención de voltearme pero la suerte estuvo de mi lado. Se pegó una patinada en un charco de sangre que voló por el aire hasta caer justo frente a mí. Salté sobre el Chino y le pegué de lleno, en el rostro. Unos cuantos dientes que volaron de la boca del Chino cayeron cerca de donde el mozo flaco terminaba de acogotar a López. Le di un revés con tanta fuerza que juro, me dolieron las manos. De la cabeza del Chino brotaba mucha sangre y se mezclaba con los otros charcos que bañaban el salón del Tijuana.
El alarido del Beto Beltrame inundó el lugar. Fui en su ayuda lo más pronto que pude pero llegué tarde. Lo encontré en el piso con un puñal clavado en el corazón. Sobre su cuerpo estaba el mozo flaco arrancándole con los dientes las orejas al pobre Betito. Este pendejo maldito se creía Tyson. Le manoteé la melena y lo empecé a arrastrar por el bar. El muy puto trató de agarrarse de lo que le pasaba cerca pero lo revoleaba con tanta violencia que sus intentos no le sirvieron de nada. Pataleaba y tiraba manotazos. Lo llevé hasta el espejo grande que había detrás de las escaleras, lo levanté y lo arroje contra el espejo. Cuando cayó, agarré un trozo grande del espejo y le rebané la garganta. El flaco se movió un poco, desprolijo, como una gallina mal matada. Su cuerpo habrá dado cuatro o cinco saltitos, después no se movió más.
Miré a mi alrededor y ya nadie quedaba con vida. El único sonido era el del televisor, ese sonido horrible de un televisor sin señal. De un botellazo hice explotar la pantalla. Un polvito blanco, como un talco y algunas pocas chispas, cayeron sobre el cadáver de Altuna. Me asomé a la puerta del Tijuana, ya estaba amaneciendo y me alejé despacio, con mucho esfuerzo. Mis piernas empezaban a temblar.
Nunca más volví al Tijuana. Ni siquiera pienso hacerlo en un futuro. Ese lugar no es lo que era. Doña Alicia, la viuda de Domingo, ya no deja que nadie prenda el televisor si hay un partido de fútbol.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 8 de agosto del 2002
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2. Fui yo

Cuando Benjamín Antonio Firpo, el Conde, llegó al club, el primero que lo bancó fui yo. Con decirte que apareció el primer día, al primer entrenamiento y llegó una hora tarde. No lo junaba ni el chabón de la puerta. Recién caía de Pergamino, no conocía a nadie y el primero que lo ayudó fui yo. Me acuerdo que Miguel, el de secretaría, me pidió que lo acompañara hasta la cancha auxiliar. Y fui yo quien lo llevó mostrándole las instalaciones, los vestuarios, en fin, ayudándolo en sus primeros pasos por la institución. El Conde, el “Crack”, Benjamín Antonio Firpo era un chipiscuí en ese entonces. Casi no dijo palabra en todo el recorrido y mirá que hay que patear desde la puerta hasta la auxiliar. Yo creo que el tipo no hablaba porque no lo podía creer. ¡Y también, con el pedazo de club que tenemos...! Miraba todo y después me miraba a mí, con los dos ojos bien abiertos.
Cuando llegamos a la canchita el primero que se arrima fue Coco Maldonado, que en ese entonces estaba como ayudante de campo de Rojas. Imaginate, todo el plantel ya estaba corriendo hacía rato. Viene Coco, mira su reloj, le pone cara de orto por la llegada tarde y le pregunta si él es Firpo. ¿Entendés? Ni Coco Maldonado lo conocía a Firpo. Entonces salto yo, para salvarlo y le digo, exagerándola un poco: “Sabe lo que pasó Coco, lo entretuve yo sin darme cuenta. Discúlpeme. Le mostré el club, los vestuarios, le di un paseíto... ¿Vio?”. “Andá, pibe” me dijo Coco y se lo llevó para donde estaba el resto del plantel. Yo me quedé cerca, detrás del arco que da a las vías para chusmear un poco el entrenamiento. No sé qué habló con Rojas pero no fue mucho porque enseguida salió rumbo al vestuario junto a Alcides, el utilero. Fue entonces que el Conde pasó cerca de donde yo estaba y me guiñó un ojo, compinche, agradeciendo la ayudita. Te imaginás que para mí eso fue de mucho valor. Vos sabés que los de primera ni te miran. ¡No te dan bola, hermano! Y menos en los entrenamientos. Para colmo, en los partidos, uno labura los noventa minutos y lo único que recibe de estos tipos son reclamos. Porque siempre tienen una excusa para putearte. Si van ganando y se la alcanzás rápido te putean porque quieren hacer tiempo. En cambio, si empatan o pierden y vos tardás un segundito de más, te recontra reputean como si la culpa de los goles que les hacen la tuviera uno. Pero el Conde no, el Conde, al principio, era distinto. Es más, me acuerdo que ya en los primeros partidos que jugó antes de que lo bautizaran como el Conde, los periodistas decían eso, que era un jugador distinto. Claro que ellos hablaban de cómo jugaba, de su estilo refinado y esas cosas pero yo lo decía porque a mí me daba bola, ¿entendés? Por eso que era distinto. Me saludaba, me pedía que le haga gamba cuando todos se las picaban y él se quedaba practicando tiros libres. Y yo chocho. Siempre le separaba las pelotas bien infladitas como a él le gustaban. Se las ponía una al lado de la otra para que patee y corría a juntarlas adentro del arco, porque siempre las embocaba, todas, ni una pifiaba. Se las traía de nuevo y él seguía pateando, así, hasta que se cansara. Después cuando salía de ducharse pasaba por el buffet y me invitaba con un sanguchito o alguna cosa.
En los partidos, mi sector es abajo de la platea local y vos viste lo que son los muchachos de la platea... ¡Más jodidos que los de la popular! Los primeros partidos lo puteaban sin parar. De todo le decían. Ahora todos lo tienen de ídolo pero de entrada ni la hora le daban. Un día, me acuerdo que un gordo forro no lo dejó en paz los noventa minutos: “¡Andate pecho frío muerto de hambre!” le gritaba. Y para colmo al Conde no le salía una. Faltaba poco y el referí nos da un tiro libre muy cerca de donde yo estaba. ¿Quién iba a hacer el centro? El Conde Firpo. ¿Quién estaba atrás mío puteándolo? El gordo forro. Le alcancé una pelota al Conde, bien infladita, especial parecía. El tiro era bastante esquinado. En el medio del área estaban Romero y Tessino que vos viste que las cabecean todas. El Conde mide los pasos para patear el tiro libre mientras el gordo lo seguía puteando. Por atrás lo veo entrar al área al jujeño Coria, al trotecito, haciéndose el sota. Y ahí nomás le grité: “¡A Coria!”. ¡No sabés qué gol! ¡Pero qué gol! ¡Un golazo! Se la puso justa, servida, para un frentazo de Coria que la clavó bien abajo. ¡Qué alegría, viejo! Los que estábamos por ese sector nos tiramos encima del Conde para festejar. El Conde se abrazó con todos nosotros y entre ese montón de brazos sentí por un instante cómo me agarraba. El jujeño Coria vino corriendo a buscarlo y lo desprendió del grupo para festejar con él, yo me di vuelta, lo miré al gordo forro que todavía gritaba el gol. Apoyé el dedo índice sobre mis labios y le hice un gestito de que se callara. Nunca más lo puteó.
Ahora el Conde es famoso. Va a la tele, sale en los diarios, ya nadie lo putea. Bueno, nadie nadie, no. Las hinchadas contrarias lo putean y le tiran con lo que tienen. ¿Ves esta cicatriz, acá arriba, en la frente? Fue en el partido contra Platense. Córner para nosotros que ganábamos dos a cero. Se acerca el Conde para patear. Yo estaba atento para alcanzarle la pelota cuando veo que de la tribuna visitante viene volando un piedrazo en dirección al Conde. No sé cómo hice de rápido pero tiré un manotazo y lo corrí justo justo para que no le diera al Conde. Tan justo que el piedrazo me lo ligué yo. Tres puntos me dieron. Ahora no se nota mucho pero me salió bastante sangre. Si casi suspenden el partido.
¿Entendés mi bronca cuando digo que nadie reconoce nuestro esfuerzo? Todo el mundo se piensa que nosotros estamos ahí, en la cancha, como espectadores de lujo, para alcanzar las pelotitas y nada más. No señor. Lo nuestro es un laburo importante para el club y para el equipo. Un laburo que nadie te reconoce y que nadie te agradece. ¿Sabés cuánto tiempo hice en la semifinal de la Libertadores del año pasado? La que ganamos cagando dos a uno… ¿Sabés cuántos segundos? Te digo porque los conté. Cada vez que la pelota salía por mi sector contaba el tiempo entre que buscaba la pelota, se la alcanzaba al jugador que tenía que sacar y este la ponía en juego. Así todo el partido. Bueno, ese día, yo solito hice ciento treinta y ocho segundos de tiempo. Posta. Sumá lo que abran hecho los demás chicos y ahí tenés un numero importante. Y no te digo cuando tenés que bancarte a un jugador contrario que para apurarte te tira toda la carrocería encima. Esa te la regalo. Pisotones, codazos, pechazos. De todo nos comemos nosotros. ¿Alguien lo reconoce? Nadie. ¿Alguna vez escuchaste de un alcanza pelota lesionado? No. Bueno, pero hay. Si señor. Y nadie se entera y nadie dice nada. Y menos desagradecidos como este turro de Firpo que ahora que está por irse a jugar a Europa se olvida de como llegó a donde está. Porque lo que hizo ayer no tiene nombre. Ojo que no me quejo porque el Conde hizo el gol con el que salimos campeones. ¿Cómo me voy a quejar? ¡Justamente con ese golazo! Si además fui yo, viejo. Fui yo el que le dijo: “¡Pegale al palo del arquero!”. Y el Conde me hizo caso, una vez más me hizo caso. Y fue gol.
Yo me imaginé que el Conde se iba a dar vuelta, me iba a abrazar y me iba a llevar en andas. Pero no. Apenas vio que la pelota tenía destino de red salió corriendo a gritarle el gol a la cámara de TV, como si fuera Maradona en el mundial del ´94. ¡Maradona! ¡Pero por favor...! Sabés lo que le falta a este... Decí que uno defiende los colores del club juegue quien juegue que si no, la próxima, vez no lo ayudo un carajo y que se arregle solo.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 1 de setiembre del 2002
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1. Partido soñado

Cuando sonó el teléfono, el Bichi jamás se imaginó que era Sampietro quien lo sacaba de la cama. Se había acostado pasadas las diez de la noche con la idea de dormirse mientras miraba el segundo tiempo del partido de fútbol que daban en la tele. No quería desvelarse. Al otro día, como todos los sábados, tenía que levantarse a las 7 de la mañana para ir a trabajar.
- ¿Qué pasó Sampietro?
- Espero no importunarte Bichi pero se lesionó Coquito.
- ¿Y entonces?
- Y entonces me parece que lo más justo es que vos y Peralta compartan el puesto, un tiempo él y un tiempo vos. Ya te lo dije la otra noche, para mí los dos están en un nivel parejo, por eso quiero que la oportunidad la aprovechen al mango. ¿Te va?
- ¿Me lo dice en serio? Más vale que me va – contestó el Bichi entusiasmado.
- Mirá que el partido lo adelantaron para mañana a la mañana.
- ¿Mañana? ¿A qué hora se juntan?
- A las 9 en punto. No me vayas a fallar. Ellos llegan 9 y media y nosotros tenemos que tener todo listo para recibirlos como corresponde.
- Ahí estaré. ¡En punto! Y gracias por llamarme. Le mando un abrazo Sampietro.
Cuando el Bichi cortó la comunicación era otra persona. Se lo veía radiante, con un brillo intenso en los ojos. Estaba muy excitado y necesitaba compartir la noticia con alguien pero en su casa, justo esa noche, no había nadie. Eran casi las once. Gloria, su esposa, estaba en una cena en el colegio donde trabaja y los chicos, que ya no son chicos, los viernes sólo pasan por la casa a bañarse y cambiarse para salir a divertirse.
Se le ocurrió la obvia:
- ¿Vieja? ¿Qué hacés? – gritó el Bichi con el entusiasmo que arrastraba por la noticia.
- Duermo Jorgito. ¿Qué pasó? – preguntó su madre entre dormida y preocupada.
- Nada vieja, es que me llamaron del club y mañana tengo partido, a la mañana temprano. ¡Jugamos contra los veteranos de Boca!
- Y el negocio ¿Quién lo atiende? – preguntó su madre ya bastante despierta.
El Bichi recién en ese momento cayó en la realidad de sus obligaciones.
- Por eso te llamo, viejita. ¿Me cubrís? – y al ver que se demoraba la respuesta del otro lado de la línea, continuó. – Imaginate que no puedo faltar. Me acaba de llamar Sampietro para que le dé una mano. ¿Me escuchaste que son los veteranos de Boca?
- ¿Vas a jugar contra unos viejos chotos?
- No, mamá ¿qué decís?… Voy a jugar contra unos cuantos ídolos de Boca. Jugadorazos de verdad. Van a estar el Muñeco Madurga, Perotti, Mouzo y muchos más. Dale, cubrime y el domingo nos juntamos en casa que las pastas las preparo yo.
Y así quedó arreglado.
El Bichi abrió el placard y empezó a preparar su bolsito para el día siguiente. Acomodó un jogging gris en el fondo y por sobre este fue colocando cada una de sus prendas con mayor cuidado que otras veces: el pantalón blanco, su buzo de arquero y una remera. Dos, mejor, por si hace falta. A un costado puso el par de medias y notó que estaban más descoloridas de lo que hubiera deseado pero se resignó, eran las únicas medias limpias que le quedaban. En el lado opuesto ubicó los guantes que le regalaron sus hijos en alguna Navidad. Volvió a sacarlos, los miró de ambos lados, los besó y los guardó como si fueran de un cristal delgado y temiera que algo pudiera quebrarlos en mil pedazos. Por último, como nadie lo veía, refregó los botines contra la colcha de su cama para quitarles el poco polvo que podrían tener y los acomodó por encima de toda la ropa, con los tapones para arriba.
Ni bien pudo se acostó nuevamente. Intentó quedarse despierto para contarle a su esposa la buena noticia pero su esfuerzo no alcanzó, apenas pasaron cinco minutos ya estaba dormido. Cuando Gloria llegó, sintió pena de despertarlo, lo vio tan plácido y con una sonrisa coronando su rostro que hizo lo imposible por no incomodarlo.
El Bichi, como era de suponer, soñó con el partido que jugaría a la mañana siguiente. Se veía en un estadio que, si bien no reconocía, evidentemente era un lugar importante, el marco ideal para un partido trascendental. Las formaciones de los dos equipos estaban impecables y enfrentaban un palco con quién sabe qué personalidades. Una banda de uniformes coloridos e instrumentos excesivamente dorados se alejaba luego de interpretar el Himno Nacional y ponerle la piel de gallina a cada uno de los presentes. El público aplaudía todo lo que sucedía. El Bichi era el tercero comenzando de la izquierda, su indumentaria estaba reluciente. Lo único extraño para ser un jugador de fútbol era que mantenía puestos sus anteojos de siempre pero bueno, era un sueño al fin y al cabo. Los capitanes de ambos equipos intercambiaron banderines. A un costado Sampietro se abrazaba con el Toto Lorenzo, Distéfano y Carlitos Bianchi que se repartían la responsabilidad técnica de Boca. Llegó el momento en que los jugadores de su equipo pasaron a saludar a la terna arbitral, primero y luego a los veteranos de Boca en un gesto de cordialidad digna de tan importante encuentro. Ansioso mientras esperaba su turno, el Bichi miraba a sus compañeros que encabezaban la fila y se saludaban con tipos como Trobbiani, Perotti, Mouzo, Madurga, el Cacho Córdoba, Krasouski, la Pantera Rodríguez... Se preparó para estrecharles la mano con firmeza demostrando así la importancia de semejante acto. Estaba a punto de llegar, a pocos pasos de pararse frente a frente con cada uno de ellos. ¡Tan cerca estaba…! Pero primero se topó con el réferi. Su rostro no le resultó ni familiar ni amigable, por el contrario, le pareció demasiado serio para tanta fiesta, ausente quizás. Tenía los ojos perdidos y la piel de un color casi gris. El Bichi extendió su mano y el réferi la estrechó con una fuerza tal que se escuchó el sonido de los huesos de la mano del Bichi que crujían, que se despedazaban ante semejante apretón. El Bichi cayó de rodillas como rendido a los pies del réferi. El grito de dolor del Bichi fue tapado por la carcajada frenética del árbitro que reía y no le soltaba la mano.
De un salto el Bichi se despertó. Agitado, un poco ahogado y muy asustado. Revisó su mano, movió todos los dedos comprobando que sólo fue un mal sueño. Dio vueltas para un lado y para el otro tratando de alejarse de tan horrible pesadilla. Abrazó a Gloria que dormía y le dio un besito en la pequeña porción del hombro que asomaba por fuera de la sábana.
Esa mañana se levantó temprano como casi todos los días. El resto de la familia dormía. Decidió pegarse un baño a pesar de que siempre le pareció ridículo que alguien se bañara antes de un partido de fútbol. Esta vez no le importó, esta vez todo era distinto. Tomó de un solo sorbo una tacita con café, le dio un beso a su mujer que apenas abrió un ojo y salió directo hacia el club.
Llegó con tiempo de sobra aunque no fue el primero de su equipo, ya estaban Coco (el hermano de Coquito), el Gallego Ruiz y Peralta, terminando de cambiarse. Al poco rato llegó el resto. Se los veía contentos, se sonreían pero quién sabe por qué en el vestuario dominaba el silencio. Apareció Sampietro más arreglado que de costumbre, dio un par de indicaciones y se juntó con el Bichi y Peralta.
- Bueno, muchachos – comenzó diciendo – tiramos la moneda y el que gana ataja el primer tiempo, el que no, ataja el segundo. ¿De acuerdo?
Sin esperar una respuesta Sampietro arrojó la moneda al aire.
- Cara – se adelantó a eligir el Bichi. Como cada vez que participó en un sorteo de lo que fuera, desde pibe, él siempre elegía cara.
Pero esta vez salió ceca.
“No importa -pensó el Bichi-, en los finales de los partidos está la emoción, los abrazos y los festejos, y voy a ser yo quien esté en la cancha en ese momento”.
- ¡Ahí llegaron! – avisó con un largo grito el hijo del Gallego Ruiz que oficiaba de campana.
Los veteranos de Boca fueron bajando del micro que los trajo. Ya estaban cambiados y listos para empezar el partido. Mouzo encabezaba el grupo. Los curiosos del club se arrimaban como queriendo cerciorarse si eran de verdad. Y efectivamente lo eran.
El Bichi tenía una gran emoción. No es hincha de Boca, para nada, pero a él le encanta el fútbol. Desde chico, desde siempre, yendo a la cancha con su viejo, con sus tíos o sus primos. Muchos domingos de su vida, a disfrutar o a sufrir pero siempre viviendo el fútbol. ¡Y ahora, a los cuarenta y cinco años enfrentar a esos ídolos que son parte de la historia del fútbol argentino, compartir un momento con jugadores que fueron aplaudidos y ovacionados en tantas canchas, tipos que él mismo vio jugar desde atrás de un alambrado! No cualquiera tiene esa posibilidad. ¡Y de arquero! ¡Nada más y nada menos que de arquero! Se imaginó ganándole un mano a mano a Perotti, tapándole un cabezazo a Roberto Mouzo o volando para sacar al córner un tiro de larga distancia del uruguayo Krasouski. El momento que estaba viviendo el Bichi era único.
Pensando en todo esto se le pasó volando el primer tiempo del partido. El score estaba uno a uno y los veteranos le llegaban a Peralta por todos lados buscando meter el segundo. Cuando el réferi pitó marcando el final de la primera etapa, la pelota que rechazó el Gallego Ruiz caía en la zona del banco de suplentes. El Bichi la tomó y se acercó hasta el medio de la cancha para entregársela al árbitro del encuentro. El Bichi lo miró y recién en ese momento se dio cuenta de que el tipo se parecía bastante al réferi de su sueño. Tenía la piel gris como el otro y la misma mirada perdida, ausente. En el momento en que el árbitro giró y recibió la pelota de manos del Bichi, sus ojos se abrieron, dilatados, sus pupilas se pusieron inmensamente negras, profundas y se clavaron en los ojos del Bichi. El Bichi le mantuvo la mirada, lo miró sin pestañear. El réferi, pobre tipo, apenas agarró la pelota cayó redondo como si el Bichi lo hubiera noqueado con la mirada.
¡Qué quilombo!
Ambulancia, médicos, de todo pero nada. El tipo se murió, se quedó seco en medio de la cancha. Suspendieron el partido, los de Boca se subieron a su micro y se fueron. No hubo saludos, abrazos ni despedidas. Y el Bichi no pudo jugar. Ni un minuto siquiera.
Pasaron quince días hasta que se volvieron a juntar para jugar un partido del campeonato interclubes. De arranque hicieron un minuto de silencio en honor del réferi que falleció en el partido contra los veteranos de Boca y los dos equipos jugaron con un brazalete negro. Atajaba Coquito y el Bichi calentaba el banco pensando quién sabe qué cosas y casi sin mirar el juego. Pitazo del réferi: final del primer tiempo. El Laucha pica la pelota para que el Bichi la embolse.
- Dale Bichi –le dice el Laucha.
- ¿Qué cosa?
- Llevale la pelota al réferi.
- No jodás – dijo el Bichi.
- Pero dale Bichi, andá vos que ya fulminaste a uno.
- Dejate de joder Laucha…
- ¿Qué decís? ¿No viste cómo nos está bombeando?

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 13 de mayo del 2004
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