34 - Penal 30
Cuando Atilio Valsatti asomó su nariz de pajarraco por la manga del túnel todo el estadio se volvió un único silbido. “Vuelve para vengarse”, pensamos. Hacía dos años que el Buitre no pisaba una cancha de fútbol, desde aquel famoso penal: el veintinueve. Y justo tuvo que volver contra nosotros. Costaba creer que fuera una casualidad. En cuanto se supo que iba a referearnos no hubo quién creyera que había sido un sorteo sin trampa.
Valsatti pisó el césped y avanzó con pasos largos, sin apuro hasta mitad de cancha, la pelota bajo el brazo y la frente alta. Cuando llegó al medio del círculo central, dejó caer la bocha y apenas la pelota tocó el pasto, la congeló bajo la suela de su botín brilloso. Sacó pecho, tomó aire y recorrió las tribunas con la mirada. Tenía los ojos más oscuros que su camiseta negra, y parecía mirarnos a todos los que estábamos ahí: una multitud que no pestañeaba. El silbido se fue apagando. Un poco más atrás que Valsatti, paraditos, esperaban los líneas que, al lado del Buitre, parecían de juguete. Él les dijo algo, una palabra, y los dos corrieron a chequear las redes de los arcos. En ese momento salieron a la cancha los de Gimnasia, nuestra gente se olvidó por un rato de Valsatti y chifló a esos amargos que ni público traían. Cinco habían venido y los muy caraduras se divertían cantando en el codo de la tribuna sur, que les quedaba enorme: “Somos locales otra vez”. Apenas los nuestros asomaron por la boca de la manga, explotamos: lluvia de papelitos, aplausos, cantos y trapos revoleados al viento. Entre los once no estaba el Pepi pero en cuanto vimos la parva de rulos mitad rubios, mitad naranjas, caminando hacia el banco, empezamos a gritar: ¡Pepi,… Pepi…! Él no saludaba, sin embargo, nosotros seguíamos coreando su nombre hasta que por fin se asomó, empujado por algún otro, y tímidamente saludó. Esa tarde, al Pepi, lo aplaudimos como nunca.
Yo no le podía sacar los ojos de encima al Buitre. Él no hablaba con nadie, ni siquiera con los chupamedias de Gimnasia que se acercaron a saludarlo; les dio la mano y nada más. De los nuestros no se le arrimó ninguno. Yo estaba seguro de que Valsatti, cada segundo que pasaba, repetía en su cabeza cuadrada y brillante de gel los veintinueve penales que, convencido de que eran, había cobrado a favor nuestro. Veintinueve penales que fueron gol, veintinueve penales que el Pepi inventó y que Valsatti compró de buena fe. Aunque después, la tele y los cronistas se cansaron de demostrar que ni uno solo de los veintinueve fue penal. Y así, como si se ensañaran con él, los programas de fútbol, los noticieros y hasta los de chimentos expusieron impunemente los mejores trucos del Pepi y su arte para el engaño. Y demostraron que inventar penales era lo único que el Pepi sabía hacer dentro una cancha de fútbol, porque después ni un lateral como la gente le salía.
Esa tarde le cambió la vida a los dos, desde entonces ya nadie le cobraba penales al Pepi, ni los que eran. En cuatro partidos perdió la titularidad y con el tiempo apenas lo usaban para que entrara en el final, cuando había que hacer tiempo nomás. A Valsatti, en cambio, lo pararon una fecha (primera y única sanción que recibió en su carrera) y ese castigo le provocó tal depresión que a los pocos días se lesionó entrenando. A mí también me costaba creerlo pero en la tele un especialista dijo que estas cosas suceden. Y así se la pasó el Buitre estos dos años: lesionado por estar deprimido y deprimido por estar lesionado. Al principio los cronistas no lo dejaban ni a sol ni a sombra, lo perseguían tratando de arrancarle una declaración, algo; justo a él que parecía tenerle fobia a los micrófonos. Sólo una vez saliendo de la A.F.A. los enfrentó a todos y se limitó a decir: “Yo vi penal”. “¿Las veintinueve veces?”, saltaron a preguntarle casi al unísono, algunos con sorna, otros incrédulos. “Yo vi penal”, repitió Valsatti y se fue sin volver a hablar con la prensa.
Y ahí estaba él, a punto de hacer sonar el silbato después de tanto tiempo.
¡Priiii! Arrancó el partido, sin embargo, los jugadores se ensañaban en que la pelota no se acercara a los arcos. El sol de frente y el poco fútbol daban ganas de una siestita. El único entusiasmado parecía ser Valsatti: corría, se movía y gesticulaba casi como si fuera un bailarín de balet, como si en todo este tiempo de ausencia se hubiera pasado los días ensayando gestos ampulosos y poses forzadas para su vuelta triunfal. Lástima que el partido no lo acompañaba. Los del Lobo eran muy inofensivos y los nuestros demasiado confiados.
Confiados. Tal vez no era esa la palabra.
El nene de al lado saltó de la butaca cuando insulté por ese tonto lateral. Le habré parecido exagerado pero yo me la veía venir. Y vino nomás: gol de ellos. Minuto cuarenta. Lateral largo al corazón del área, entró el lungo ese que siempre nos vacuna y a llorar a la iglesia. Con qué felicidad marcó Valsatti el centro del campo, como si hubiera presenciado el gol de Diego a los ingleses. “¡Fue un gol pedorro, Valsatti!”, le grité. El nene me miró. Y como ya tenía la garganta encendida continué: “¿No ven los partidos ustedes? —les grité a los nuestros que no me escucharon ni me respondieron—. ¿Nunca vieron cómo saca los laterales el 4?”. No hubo respuesta. Angelito salió del banco gesticulando y mostrando su fastidio por primera vez en el partido. Valsatti cumplió con precisión el minuto de alargue que había dado y pitó el final del primer tiempo: 1 a 0, demasiado premio para los dos.
El entretiempo fue de chicle. Los equipos volvieron a la cancha y todos estirábamos el cogote para ver si se venía un cambio salvador, pero no, seguían los mismos once. Desde la platea que está detrás del banco de suplentes se asomaron los quejosos de siempre para reclamarle veinte cosas a Angelito que pasó fastidiado y sin mirarlos. En el final de la hilera apareció la melena del Pepi. Todos mirábamos lo mismo: Valsatti sacando pecho en mitad de cancha y el Pepi caminando cabizbajo rumbo al banco, al ritmo de “¡Pepi,… Pepi…!”, que cada vez gritábamos más.
A los quince la gente se impacientaba. Gimnasia seguía parado de contra y esperaba sin apuro. Los nuestros, como desde el minuto cero, tímidos e inofensivos. Angelito salió del banco a pegar unos buenos gritos. Llamó al Chaucha y este corrió hacia donde precalentaban los suplentes. Que vos, que yo, que él. Estábamos más atentos en saber quién era el elegido que en el partido. Y el elegido fue el Pepi que corrió asombrado a recibir las indicaciones de Angelito. La gente festejaba. Al Buitre Valsatti, los ojos, se le iban hacia el banco. En una de esas, las miradas del Buitre y el Pepi se cruzaron por primera vez en toda la tarde y entonces se quedaron congelados por un rato hasta que el Chiqui Díaz, el 2 de ellos, revoleó por los aires al pobre Beto y Valsatti tuvo que cobrar falta.
La charla de Angelito fue larga, seguramente repleta de recomendaciones: “Tratá de jugar y no simules. Mirá que no te van a comprar si no es falta. Ojo que en la primera te pone amarilla. Vos no le discutás. Bajá la cabeza y seguí. Aunque te peguen, aunque sea penal, aunque el Chiqui Díaz te amasije los tobillos y te serruche talones, vos ni mu. Dejalos que se confíen y después hacé lo que sabés. Y acordate, andá por la izquierda que el línea es Samudio, ese nunca se la juega y sólo cobra por las camisetas”.
Apenas el Pepi se sacó la pechera, los de la platea aplaudieron. Valsatti y nosotros tuvimos que esperar a que el cuarto hombre anunciara el cambio para darnos cuenta. La cara que puso el Buitre cuando vio que el cartel luminoso marcaba el número 30 en color verde no tenía nombre. Paralizado quedó entre nuestros festejos mientras el Pepi entraba al trotecito, como si nada, y el Beto salía rengueando y agradeciendo unos aplausos que ni loco eran para él. Los únicos que lo chiflaban al Pepi eran los cinco locos del Lobo que además de hinchar por su equipo le hacían la banca a Valsatti.
En la primera que recibió, el Pepi quiso encarar pero se la sacaron limpia (“se la extirparon”, diría Walter Nelson). La segunda la tocó mal y la tercera se le escapó al lateral. “Hace mucho que no juega”, le explicó el padre al nene de al lado que cada tanto me volvía a mirar.
Pasó un rato hasta que el Pepi tuvo otra, se la habían mandado larga, él la corrió, le ganó al marcador de punta y enfiló hacia el área. Unos centímetros después de pasar la línea de cal, el Chiqui Díaz lo cruzó barriendo pie, pelota y todo. “¡Penal!”, gritamos todos, sin embargo, el Buitre, sin mirarlo, le dijo: “Arriba, que fue limpio a la pelota”. El Pepi estuvo a punto de mostrarle los taponazos que le quedaron marcados pero se las aguantó. En un córner se ligó un codazo que lo dejó sin aire y más tarde un pisotón que ni Valsatti ni Samudio vieron jamás. El Pepi no dijo ni mu. Los minutos pasaban y seguíamos sin asustar siquiera al arquero de ellos. Gracias a un rebote la pelota le cayó al Pepi, con un amague se sacó al 5 pero no hizo un metro que otra vez lo atendió mal el Chiqui Díaz. “¡Uh!”, gritamos todos. El Pepi se revolcaba dolorido mientras el papá del nene gritaba: “¡Lo rompió, Valsatti, lo rompió!”. El Buitre se acercó sin apuro hasta donde el Pepi estaba tirado. El Chiqui Díaz le juraba que fue a la pelota y los nuestros le pedían que lo amonestara. Valsatti no habló con ninguno, se tomó todo el tiempo del mundo, sacó la tarjeta amarilla y se quedó esperando a que el Pepi se levantara. El Chiqui lo aplaudía, Angelito se agarraba la cabeza y nosotros no lo podíamos creer. El Pepi logró ponerse de pie y le negó la mirada a Valsatti, él sonriente levantó su mano y con un movimiento enérgico le mostró la amarilla. La silbatina de todo el estadio menos cinco fue imponente. El Pepi rengueaba y Angelito le preguntaba a los gritos si estaba bien. Después de un rato, el Pepi le mostró el pulgar levantado.
El cuarto hombre alzó el cartel luminoso: tres míseros minutos de alargue. El nene de al lado preguntó: “¿Vamos?”, el padre no le respondió. Por primera vez en todo el campeonato nuestro arquero metió un buen saque de arco. Los de Gimnasia fueron contra el Rifle Ferreira que, a pesar del embiste contrario (con rodillazo y codazo incluido) la pudo peinar para el Pepi que la corrió y la levantó justo cuando el 4 se tiraba con la intención de barrerlo. La pelota le quedó un poco abierta pero el Pepi se esforzó, corrigió la dirección con el pie izquierdo y encaró hacia el arco y el arquero. Todos nos pusimos de pie. El arquero decidió a salirle y un malón comandado por el Chiqui Díaz arremetía por las espaldas del Pepi que no dejaba de correr. Era gol o pifia universal, no había término medio. Yo le vi la cara al Pepi en esos metros finales pero en ningún momento pude darme cuenta de lo que él estaba por hacer.
El fútbol es el fútbol. Uno desde afuera se puede dar el lujo de creer que es simple, sin embargo, ¿quiénes saben cómo es adentro cuando los puntos sí importan, cuando se juega de verdad? De afuera todo es blanco o negro. Pegarle antes de la salida del arquero o después de sacárselo de encima con un amague, nada más: blanco o negro. Jamás un gris, jamás frenarse, amagar a patear, volver a frenarse y esperar a que llegue el Chiqui Díaz y te baje de atrás. Jamás querer quedar en la historia, jamás buscar así un penal. Penal que fue, sí, más grande que una casa fue, porque el Chiqui llegó embalado y ya no pudo frenar o no quiso y te sacaron en camilla y tu pie y tu botín colgaron de un hueso roto y tus lágrimas no eran sólo de dolor y Valsatti no tuvo más opción que cobrar: el penal número 30, el que le borró la sonrisa de la cara, él único por el que jamás le preguntaron nada y no pudo decir: “Yo vi penal”, porque no hizo falta, porque a nadie le quedó ni una mínima duda, porque la televisión no registró una sola imagen que hiciera dudar de la sanción. Y porque la charla y la discusión fue otra: si el Rifle Ferreira pateó una masita o el arquero de ellos se adelanto dos metros cuando lo atajó.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 15 de setiembre del 2013.
Buenos Aires, 15 de setiembre del 2013.