40 - Camino a la final

Apenas Alemania clavó el cuarto se le ocurrió la idea. Sacrificio, pensó. En la tele repetían el gol de Klose, los alemanes festejaban —otra vez contra Argentina— mientras Maradona caminaba e intentaba mostrarse serio, entero. Él, en cambio, era una estatua desde el minuto dos; sin reacción, como si se hubiera contagiado de Demichelis, Otamendi y el resto del equipo. Se sintió lejos. Cuando el árbitro pitó el final, él juró que en Brasil la historia iba a ser diferente. Nunca, hasta el gol de Klose, había amagado a viajar. Ni siquiera en sueños.
Este no va a ser un viaje, aclaró como si alguien lo estuviera oyendo. Un segundo después, como para que no quedaran dudas, agregó: Sacrificio.
Apagó la tele, desenchufó la compu, no contestó el teléfono y silenció el celular. Hasta que pase el chubasco, pensó. De inmediato se dio cuenta de que el camino a Brasil se había iniciado. A partir de ese momento no volvería a ver o a escuchar partidos de la selección, ni oficiales ni de los otros. Tampoco podría leer, por más mínima que fuera, información acerca del equipo argentino. Ni siquiera tendría permitido una charla de fútbol con amigos, parientes o conocidos.
Para oficializar el compromiso buscó un almanaque y con un marcador rojo tachó la fecha: 3 de julio. Miró los días que restaban hasta fin de año, pensó en julio de 2014 y lo sintió lejos. Cuatro años es tiempo suficiente para organizar cada detalle, pensó.
A la semana comenzó a entrenar: diez cuadras, veinte, treinta. Un año después usaba el auto sólo para lo esencial. Modificó los horarios, se acostumbró a acostarse temprano para poder levantarse con tiempo como para ir caminando al trabajo. Eran tres horas entre ida y vuelta (al principio un poco más). Día a día anotaba los kilómetros que caminaba y el tiempo que le llevaba recorrer esas distancias. Sobre la mesa de luz se le iban amontonando libretas repletas de datos y apuntes. 
Cada Semana Santa aprovechaba para ensayar. En la del 2011 caminó treinta y ochos kilómetros y llegó a Escobar. La noche del jueves la pasó en el primer hotelito que encontró cerca de Panamericana. Colgada en una pared de la habitación vio una imagen de Cristo llevando la cruz. A pesar de que era una impresión barata, con el marco torcido y berreta, él, que nunca había sido muy religioso, se emocionó. Las piernas se le doblaron, creyó que por el cansancio, y quedó frente a la imagen, de rodillas. Lloró sin saber si lo hacía por tristeza, alegría o dolor. Más tarde se quedó dormido pensando en el Vía Crucis, en el sacrificio de Cristo y en su decisión de llegar a Brasil en el 2014. El viernes descansó todo el día y el sábado, renovado, caminó de regreso a Buenos Aires.
Al año siguiente se atrevió a más: el Jueves Santo caminó hasta Escobar, pasó la noche en el mismo hotel y en la misma habitación que el año anterior. Al otro día salió muy temprano hacia Zárate, quería atravesar el puente con luz de sol. Fue la primera vez que lo cruzó a pie. La subida le resultó suave y la senda peatonal, angosta; del otro lado del guarda rail los autos pasaban veloces y muy cerca. Al llegar a la parte más alta el viento era demasiado intenso, un par de Scanias sobrecargados hicieron que el puente vibrara, pero él nunca dejó de caminar. Al atardecer, agotado, paró en un recreo sobre la isla Talavera. Consiguió alquilar una cabaña diminuta donde pasó la noche con los pies elevados, apoyados contra la pared. Tenía miedo de que al día siguiente las zapatillas no le entraran. El sábado se dedicó a descansar, a hacer ejercicios de relajación, y a remojarse los pies en el río. El domingo regresó a Buenos Aires en micro. En el 2013 hizo el mismo trayecto: primero Escobar y al día siguiente Zárate. Repitió hotel, habitación y recreo. El sábado cruzó el segundo puente y caminó hasta Ceibas, Entre Ríos. Llegó cómodo y con ganas de andar más, pero desistió, al otro día debía regresar a Buenos Aires. 
Cuando volvió a su casa revisó las libretas con apuntes, hizo cuentas por centésima vez y anotó los nuevos valores que se parecían a todos los anteriores. Velocidad recomendada, cinco kilómetros por hora. Frecuencia, ocho horas diarias repartidas en dos turnos de tres horas y uno de dos, con dos horas de descanso entre turno y turno. Entre paréntesis anotó: 3 + 3 + 2. Ese detalle lo hizo pensar en fútbol y en las discusiones de táctica de los equipos. Extrañaba esas charlas. Se preguntó qué estrategia estaría utilizando Sabella y después de mucho tiempo sintió nostalgia por la celeste y blanca.
Una tarde en el trabajo escuchó en el ascensor que alguien decía: Los mundiales se juegan cada cuatro años para que tengas tiempo de olvidarte de lo mal que jugó tu selección en el mundial anterior. Lo primero que recordó fue el entusiasmo que le habían provocado los equipos de Basile en el ’94, Bielsa en el 2002 y Pekerman en el 2006; luego recordó la dura frustración que sufrió con cada uno. Necesitado de ánimo repasó los partidos de Maradona en el mundial del ’86, pero poco a poco sintió que esos recuerdos le quedaban cada vez más lejanos.
El año 2013 se le pasó volando. Recién en octubre se enteró de que Argentina había terminado primera en las eliminatorias. En diciembre se permitió ver el sorteo del mundial para conocer en qué ciudades jugaría la selección. Cuando los comentaristas opinaban sobre la suerte del equipo nacional, él bajaba el volumen del televisor. 
Conseguir la entrada fue más complejo y más duro que todo el entrenamiento. Le llevó meses concretar la compra. Las idas y vueltas, los intentos sin suerte a través de la página oficial, los escandalosos precios y paquetes que le ofrecían las agencias de viajes autorizadas y las negociaciones con revendedores quedaron atrás. Va a ser plata bien gastada, se repetía cada vez que recordaba el valor que había pagado por un lugar en la final.
En las fiestas pudo aprovechar una promoción y comprar tres pares de las zapatillas que consideraba ideales para su aventura. A mediados de febrero las empezó a ablandar. El último mes fue el más difícil, cargado de dudas y de ansiedad. Cuando le costaba dormir revisaba las cuentas y los apuntes que había acumulado en las libretas o volvía a chequear si la distancia que lo separaba de Río de Janeiro seguía siendo dos mil seiscientos veinte kilómetros. Una de esas noches repitió el cálculo que había hecho tantas veces, dividir la distancia a recorrer por la cantidad de kilómetros que caminaría por día: 2620/40. El resultado era el de siempre, sesenta y cinco días y doce horas. En números redondos, sesenta y seis días. Miró el papel donde había anotado sesenta y seis y algo no le gustó. Revisó cálculos anteriores, se preguntó si le molestaba que hubiera alguna relación con el mundial del ’66 y preocupado volvió a la cama. En la oscuridad de la noche descubrió que tal vez la incomodidad se debía a que sesenta y seis era demasiado parecido al número del diablo. Fue así que decidió adelantar la salida un día, la fecha elegida sería el jueves 8 de mayo.
Esa mañana, bien temprano, sentado sobre el borde de la cama se calzó las zapatillas como si sus pies fueran los de Cenicienta. Desayunó poco. Revisó la mochila. Lo que más llevaba eran medias, todas nuevas, mullidas. Donde le sobraba espacio metía un par. En un iPod Touch había cargado mucha música, la planificación de cada día, los mapas con el itinerario —una larga lista de pueblos, pueblitos y ciudades— y el fixture. Estaba listo. Dejó el celular y no se despidió de nadie. En casi cuatro años nunca había contado lo que pensaba hacer, sentía temor de que alguien fuera capaz de alterar su plan, de boicotearlo, y él no podía permitirse un error. Estaba convencido de que si caminaba rumbo a Río de Janeiro sin saber qué ocurría en el mundial, sin conocer quienes ganaban y quienes perdían, Argentina llegaría a la final. No podía explicar por qué tenía ese convencimiento, era un acto de fe y la fe se tiene, se siente pero no se explica.
Ahora sólo tengo que caminar —dijo—, un pie delante del otro.
Se calzó los auriculares, subió el volumen de la música y salió convencido de que en lugar de emprender un viaje, comenzaba una misión. En cada paso soñaba con una lluvia de papelitos que estaba por llegar. En cada paso se sentía más cerca del Maracaná.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 29 de abril del 2014.
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46 - La historia fue otra

El fútbol no es simple ni sencillo; parece, pero no lo es.
Tan simple parece que todos —creanme que no generalizo ni exagero cuando digo todos— hablan y escriben sobre fútbol sin ahorrar tiempo, sudor, tinta, ni palabras; como si supieran, como si entendieran, como si en sus dichos y en sus textos estuviera la gran verdad. El problema se origina, sospecho, en que cuando éramos chicos y nos encontrábamos en cualquier cancha o potrero alrededor de una pelota, sí era simple y sencillo, tanto que cuando las piernas flaqueaban y se complicaban las cuentas del tanteador alguien gritaba: Gol gana, y todos respetábamos ese grito y recargábamos las energías para entregar lo que no teníamos en la búsqueda de ese ansiado gol que llegaba, para un lado o el otro, a ponerle fin a la tarde noche y certeza al resultado.
Hoy el fútbol es otra cosa, es juego, pasión, competencia, rivalidad, color, bandera, billetes, negocio, política, dominio, poder y religión. Por eso hablamos todos, escribimos todos. Hoy ganar es difícil, hacer un gol es difícil. Mirá a la Argentina en la Copa América, si no. Miralo a Messi, al Kun, al Pipita. Miralo al pobre Mascherano. ¿Alguien puede creer que no merecimos levantar ese trofeo? ¿Que no contábamos con el equipo y las figuras como para hacerlo? ¿Que el cuerpo técnico no estaba capacitado para alcanzar el objetivo? Nadie. ¿Y entonces, qué pasó? Todos —sigo sin exagerar— escribieron y dijeron mil y una razones del llamado fracaso. Acusaron a Messi, a Di María, a Higuaín, a Banega, a Martino, a Mascherano, y hasta al propio Tévez, que casi no jugó, como los grandes culpables, y elaboraron una larga lista de teorías sobre cómo debía haberse jugado la final para que el título de campeón hubiera vuelto a casa después de tantos años. Por supuesto, no es mi intención quitarle méritos a Chile que sí los tuvo, pero todo el que vio ese partido se tendría que haber dado cuenta de que la historia fue otra. Ahora que ya pasaron unos días, que las aguas están un poco más calmas y que empieza a enfriarse la incredulidad de haber visto al Messi más apagado, a Martino sobreactuar como nunca, a Di María volver a lesionarse o al Pipita errar y errar, les pregunto. ¿Nadie sospecha nada? ¿En serio? No me jodan. ¡Es obvio! Y no me vengan con que Messi arruga en las finales porque La Pulga se cansó de ganarlas, ¿o el partido contra Colombia, donde los de amarillo se turnaban para darle murra, no fue una final? Perdías y quedabas afuera, tan afuera como contra Chile, o más. Lo mismo el partido contra Paraguay. ¿O acaso no lo cuentan porque ganamos 6 a 1? Sigan creyendo que hablan de fútbol, sigan. Y hagan de esa charla un deporte mientras la verdad se les escurre entre tanta soberbia y las evidencias se pasean delante de sus ojos, frente tanta ceguera. Porque hay que ser ciego, ciego y necio para creer que Messi jugó así, que no pudo contra el fervor de Gary Medel, que Lavezzi sólo sabe patear bien con la casaca del PSG o que el Kun no pudo ganar una ante una defensa que el mismísimo México B le clavó tres pepas.
No me jodan, insisto.
Parece de cuentito: Chile participó en 36 copas América y nunca la ganó, organizó el torneo en seis oportunidades y solo una vez llegó a la final, en 1955, cuando perdió, precisamente, contra Argentina. Esta ocasión fue la número siete, la de la suerte. Oh, casualidad.
El mundo gira alrededor del fútbol como si fuera nuestro sol —o nuestro dios—, como si nos diera vida, luz, energía, y por eso, cada tanto, nos exige sacrificios.
Imagino entonces que Argentina entró a jugar la final sin la chance de gritar siquiera: Gol gana, porque todo estaba escrito de antemano, desde que designaron la sede para el partido final y decretaron, con idéntica certeza, que el pueblo chileno merecía vivir una alegría en el mismo estadio en el que años atrás sufrió una de las páginas más tristes de su historia, el Estadio Nacional de Santiago, y ya nada más quedaba por hacer que jugar a la pelota de la manera más digna hasta llegar al último minuto de ciento veinte y sacrificarse una vez más en el duelo de los doce pasos, la única manera creíble, apenas creíble, de que Argentina pudiera perder.
Si hasta se le nota la hilacha al redactor de poca inventiva que tuvo que repetir el recurso de lesionar a Di María otra vez porque nadie aceptaría una versión de Argentina derrotada con el Fideo y Messi en una misma cancha. O mandarlo a Martino a hacer mal los cambios a propósito. Obviedad más obviedad, aunque ustedes no lo quieran ver.
Y no digo que el seleccionado argentino no mereció una crítica estricta en varios de los aspectos del juego que mostró durante la copa, claro que no, la mereció sí en la mayoría de los partidos del torneo, en los anteriores; la final, en cambio, y por todo lo dicho, está fuera de análisis.
Quedará para mí un único misterio, saber si fue designación, sorteo o sacrificio. Prefiero imaginar que en la intimidad de un vestuario a puertas cerradas, el Pipita se paró ante todos, le arrebató la pelota a Messi, lo calló a Masche y dijo: Esta vez soy yo.

Pablo Pedroso
Buenos aires, 12 de julio del 2015.
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45 - La noticia de la semana

Fútbol, fútbol, fútbol. Todas las semanas. Todos los días de la semana.
Noticias de fútbol para llenar veinticuatro horas diarias.
Noticias, noticias, noticias.
¿Cuál es “la” noticia de esta semana para vos? ¿Qué River ganó 3 a 0 en Brasil? ¿Que dio vuelta la llave y clasificó a semifinales de la Libertadores? ¿Que el FIFA Gate? ¿Que unos cuantos dirigentes importantes van a dejar de serlo y que van a terminar presos? ¿Que hay argentinos acusados? ¿Que Blatter ganó la reelección? ¿Que al rato nomás no le quedó otra alternativa que presentar la renuncia? ¿Que el golazo de Messi en la final de la Copa del Rey? ¿Que el seleccionado Sub 20 llegó como candidato al Mundial de Nueva Zelanda y quedó afuera en primera ronda sin ganar un solo partido? ¿Que el Ciclón sigue puntero? ¿Que volvió el Payaso Aimar? ¿Que al Tolo, después de apenas quince partidos, lo rajaron de Newell’s? Sí, de Newell’s. ¿Que Messi y el Apache se van a enfrentar en la final de la Champions? ¿Que la Juventus o el Barcelona ganarán la triple corona?
Noticias, noticias, noticias.
Las semanas pasan rápido, vuelan —al ritmo de las noticias— y todo es tan subjetivo.
Una noticia —cualquiera de las anteriores, por ejemplo— tiene un cierto valor propio que, en realidad, desconocemos porque el valor de un noticia es relativo siempre y depende exclusivamente del receptor. Es entonces un valor que varía, que aumenta o decrece de acuerdo a quien recibe la noticia. Uno la convierte en importante o la desecha. Si sos millonario, por supuesto tu noticia de la semana es la goleada de River. Si sos del Rojo, poco te importa, y mucho menos si sos un bicho raro, un excéntrico de esos a los que no les gusta el fútbol. En cambio, si sos dirigente, no hace falta aclarar que tu noticia es el FIFA Gate. Y si sos leproso te va importar más que nada todo lo que esté relacionado con el despido que sufrió el Tolo Gallego. Por lo tanto, si las noticias valen lo que uno quiere, de acuerdo a intereses personalizados, no tengo dudas de que una de las tres grandes noticias de la semana es el triunfo de Vélez ante Boca por 2 a 0. Otra, sin lugar a dudas, es el jugadón del Poroto Cubero que se coló como un nueve letal, sorprendió a muchos y clavó un testazo para perforarle el arco a Orión que, vencido, la tuvo que ir a buscar adentro. Y por último, la tercera gran noticia es el gol de Pavone que sentenció el partido y nos regaló una vez más la imagen de Orión convertido en arquerito, tratando de atajar el aire y nos hizo pensar en días pasados, recordar, cuando personajes macabros cambiaron las reglas del juego, hicieron toda la mula que les permitieron y maniobraron en los escritorios para arrebatarnos nuestro derecho a jugar la Libertadores.
Ahí tienen.
Noticias, noticias, noticiones.
Sin duda son como uno las mira.
Noticias para todos los colores.

Pablo Pedroso
Buenos Aires,11 de junio del 2015.
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44 - Mil revanchas

Apenas terminó el partido, Cachi saltó del sillón…
No. Me corrijo, apenas terminó el partido no, un largo rato después, cuatro minutos dolorosos, mudos e interminables después de que el partido finalizó, Cachi cobró vida, saltó del sillón y rompió el silencio: ¡Nos afanaron!, dijo, gritó. Sí, nos afanaron, confirmó el Colo, y de inmediato volvió a llover una catarata de insultos de todos nosotros contra Rizzoli y Neuer por el penalazo que no le cobraron al Pipa Higuaín.
Horacio apagó la tele en pleno festejo alemán que ninguno de nosotros quiso ver.
Quiero revancha —decía Cachi que no se cansaba de caminar por toda la sala—. Quiero revancha ya.
Tardamos en volver a juntarnos, siempre había una excusa, nos esquivábamos, como si nosotros mismos fuéramos el mal recuerdo, hasta que Cachi se plantó en la casa de cada uno y nos dijo: El miércoles es la revancha. La vemos en casa. Tan serio estaba que sólo le dije: . No me atreví a explicarle que el partido era un amistoso, que nunca iba a ser una revancha, que Argentina podía ganarle a Alemania todos los partidos de acá hasta el último de los días pero que la final de la copa del mundo ya se había jugado y que nunca más se volvería a jugar, que seguramente se jugarán otras finales pero esa, no, y por lo tanto, la revancha no existía.
El miércoles llegué temprano y ya estaban todos, sentados en los mismos lugares. ¿Y si cambiamos? —preguntó el Colo—. La vez pasada la cábala no funcionó. Este partido es otro, aproveché y dije. El partido es siempre el mismo —me respondió Cachi mientras dejaba sobre la mesa un paquete con facturas y una bolsita con bizcochos—, los buenos contra los malos. ¿Y nosotros? —preguntó el Colo en medio de una carcajada— ¿Somos los buenos o los malos? Yo me callé la boca, tuve ganas de explicarle a Cachi que cada partido se jugaba una sola vez, pero él tenía tanta bronca acumulada que no me hubiera entendido. Horacio, que otra vez comandaba el control remoto, cambió de tema con una noticia que sabíamos todos: Vamos sin Messi. Sí, dijimos los demás casi a coro. No importa —agregó—, mi admiración por Lio está herida.
Era evidente que el nocaut de la final del mundial seguía doliendo.
Después de gritar como un desaforado el cuarto gol argentino —el del Fideo Di María— el Colo, con media tortita negra todavía en la boca, se dejó caer satisfecho sobre el sillón y dijo: Vieron, el fútbol siempre te da revancha. Fideo… Fideo… —se lamentaba Horacio—, si hubieras jugado la final ganábamos por goleada. Cachi los miraba en silencio. ¿Qué pasa? —le pregunté— ¿No estás contento? Sí —me respondió—, pero estos cuatro goles no me alcanzan. Claro que no —le dije—, ni cuatro ni ocho. Aquel partido ya fue, vas a tener que pasar por mil revanchas para poder olvidar. Tal vez tengas razón —me reconoció Cachi—, ahora sólo faltan novecientas noventa y nueve.
Pasó casi un año. Durante este tiempo nos juntamos a ver la derrota contra Brasil y el triunfo contra Croacia mientras ansiosos esperamos el premio consuelo que ojalá sea la Copa América. En la tele repiten los goles que hace minutos le metió Messi al Bayern por la Champions. Veo caer a Boateng víctima de la gambeta noqueadora de la Pulga y veo el esfuerzo y el enojo de Neuer que por primera vez en una cancha se siente ridículo.
Suena el teléfono, sé que es él.
Hola, Cachi. Hola, Nene ¿Lo viste?, me pregunta. Por supuesto que lo vi. Cada vez faltan menos, me dice. Sí, le digo. Novecientas noventa y ocho, me dice. Sí, novecientas noventa y ocho, le digo. Que ya van a venir, me dice.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 7 de mayo del 2015.
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43 - Los mellizos Milito

Ellos son los Carpi. Los hermanos Carpi o los mellizos Carpi. Lo aclaro porque todos les dicen los Milito pero no, no se llaman Milito, se llaman Carpi: C, a, r, p, i, Carpi. Le pido disculpas por si parezco enojado pero no estoy enojado, qué voy a estar. A esta altura, lo de la camiseta es historia, ya no me molesta, pero sí me gustaría que no se olvidaran del apellido. Usted me entiende, yo soy el padre. Además es lo único que me queda. Está bien que nunca les hinché con que fueran fanas del cuervo —y ahí tal vez estuvo mi error— fui bueno, los dejé elegir y eligieron otra cosa. No sé qué me habrá pasado por la cabeza en ese entonces, quizás fui un iluso que soñaba que al darles la libertad ellos elegirían defender los colores de uno, pero no, el corazón los llevó para otro lado. Así son las cosas con los chicos: uno sueña, piensa, proyecta pero nunca sabe cuándo se le cruza el destino y le arruina los planes. Si ese domingo me los hubiera llevado a patear la pelota a la plaza, hoy, Diego y Gabriel serían tan cuervos como yo… Me refiero a mis Diego y Gabriel, a los Carpi… Usted me entiende…
Una casualidad lo de los nombres, una terrible casualidad. Yo sé que ahora a la distancia todo parece tener una razón, un motivo pero no en ese momento. Nadie lo hubiera sospechado. Si fui yo el que les dije cuando salieron los Milito a la cancha: Miren, se llaman como ustedes dos y son hermanos: Diego y Gabriel. Pero juega uno en cada equipo. Sí, ya sé, los serví en bandeja. Es que a mí el fútbol me gusta y veo todo lo que puedo, por eso nos quedamos ese domingo y no fuimos a la plaza, porque era un clásico y prometía. 1 a 1 terminó, pero lo único que nos sostuvo frente al televisor los noventa minutos fue la pelea entre los hermanos, los Milito de verdad. De arranque nomás cuando el mayor, el de Racing, salió disparado y le pidió al réferi que lo rajara al hermano por una infracción al Chaco Torres. ¿Viste? — saltó mi Gabriel—. Vigilante como vos, Diego. ¡Para qué! Enseguida se encendió la mecha en casa y mi Diego le daba la razón al de Racing y mi Gabriel al de Independiente y cuanto más se peleaban los otros dos en la cancha, más se peleaban los míos en casa. Yo al principio me reía: Dejalos, le decía a mi mujer hasta que mi Gabi, nuestro Gabi, le gritó el empate al hermano en la cara; ahí me di cuenta de que la cosa iba en serio, demasiado en serio y que ya nada iba a ser como antes.
A la semana, Dieguito fue con sus ahorros —lo acompañó la madre— y se compró la camiseta de la Academia. ¿Vos no eras de San Lorenzo como papá? Ya no, dice mi señora que le respondió Diego y salió del negocio con la camiseta de Racing puesta. No se la sacó por tres días. Imagínese al hermano, la bronca que tenía cuando lo vio llegar, no sabía qué hacer para conseguirse una camiseta del Rojo. Ellos, tan hermanos, tan iguales en todo y tan compinches siempre, ahora se venían a pelear por el fútbol. Y no era por los equipos ni los colores, era por los jugadores, porque a ellos les gustaban los Milito, cada uno el suyo, el enamoramiento con los equipos vino después, mucho después. Pero bueno, como le decía: esa noche, vino Gabi a mi pieza, yo dormía, no sé que hora era. Abro los ojos y me lo encuentro ahí. Papá —me dijo—, quiero trabajar con vos. ¿Trabajar? Yo no entendía nada, dormido estaba. Ocho años tenés, no podés trabajar. Sí que puedo. Si empiezo mañana, ¿cuándo me pagás? Ahí me di cuenta que este solo pensaba en juntar plata para la camiseta. Por supuesto, lo mandé a dormir. Mañana hablamos, le dije pero yo no quería saber nada, ayudarlo era fomentar la rivalidad entre los hermanos. O al menos eso me parecía. No es fácil ser padre… La que aflojó fue mi esposa, ella le dio la plata que le faltaba, lo acompañó hasta el mismo negocio y Gabi volvió a casa luciendo la camiseta de Independiente. Diego, que sabía adónde habían ido, los esperó sentadito en el living con la camiseta de Racing. En cuanto entraron, mi señora los agarró a los dos y les advirtió: Si ustedes se pelean, les quemo las camisetas. Dice que los dos se miraron serios y que ella tuvo que hacer fuerza para no tentarse porque parecían unos muñequitos con las camisetas relucientes. ¿Estamos? —preguntó mi señora para poner un fin y los dos dijeron que sí con la cabeza—. Listo, ahora vayan a jugar y no se olviden de que son hermanos.
La verdad, mi esposa estuvo muy bien y Diego y Gabi cumplieron la promesa. Por supuesto que hubo más de un momento de tensión, como para no haberlo con un hincha del Rojo y otro de la Academia viviendo bajo el mismo techo. ¿Usted sabe lo que fueron estos años desde el 2003 para acá, que uno peleaba el descenso y el otro ganaba la Copa Sudamericana? Por suerte, nunca se olvidaron de que eran hermanos. Esas son las hazañas que solo puede conseguir una madre. También tuvimos momentos de hermandad cuando los dos Milito de verdad jugaron juntos en el Zaragoza, o de nueva rivalidad como cuando se enfrentaron por la semifinal de Champions, uno en el Inter y el otro en el Barcelona.
A esa altura, hacía rato que en el colegio y en el barrio todos los conocían a mis chicos como los mellizos Milito, uno siempre con la camiseta del Rojo y el otro con la de la Acadé. Tanto es así que hay muchos que creen que mis chicos son primos, sobrinos o hasta hermanos de los Milito de verdad, que no saben que se llaman Carpi… Sí, ya sé que se lo dije. Disculpe que insista con lo mismo.
Nosotros somos una familia. Y yo estoy seguro de que Diego sufrió cuando Gabi y el Rojo se fueron a la “B”. Él no lo va a reconocer pero la madre y yo sentimos que Dieguito estuvo triste, por el hermano. Los mellizos son especiales, sabe, tienen una conexión, algo que a los demás nos cuesta entender. Por eso, siempre digo que acá, en esta casa, hicimos fuerza todos para que Independiente volviera a primera, porque fue mi mujer la que de nuevo sacó una promesa de la galera: Si Independiente juega por el ascenso, vos vas a la cancha con tu hermano y hacés fuerza con él, le impuso a Diego. Ah, sí, ¿y él qué va a hacer a cambio? El día que Racing pelee un campeonato —le respondió mi mujer—, Gabi va a ir el último partido con vos a alentar. Claro que Gabi se rió y dijo: El día que Racing… Dale, si total estos muertos nunca pelean nada, y Diego le contestó con alguna cargada hasta que mi señora les ordenó que se callaran y les preguntó: ¿Estamos? Y los dos asintieron con un movimiento de cabeza.
Fue hermoso imaginar que se abrazaron en la cancha de Independiente el día que el Rojo venció a Huracán y volvió a primera. Yo no estuve ahí pero quiero pensar que eso fue lo que pasó. Por eso no voy a la cancha, hay cosas que prefiero imaginar. Mejor me quedó acá y veo los partidos tranquilo, por televisión, la distancia que da la pantalla ayuda a no emocionarse tanto, aunque a veces cuesta, como anoche cuando la cámara enfocó al otro Milito, en el medio de la cancha, con los brazos abiertos y mirando el cielo. Y eso que no soy de Racing y soy del cuervo… Sí ya sé que se lo dije, pero mire cómo me pongo… Y eso que no me quiero emocionar… Durante todo el partido los busqué a mis hijos, no me cansé de buscarlos en las tribunas cuando las cámaras paneaban por el público, pero había tanta gente… Hubiera sido un milagro que los enfocaran en esa multitud. Créame si le digo que no sé si mi Diego y mi Gabi se abrazaron, tal vez sí o tal vez pareció y en realidad, Diego le agarraba las manos para que el otro no cruzara los dedos o no le metiera unos cuernitos ni ninguna de sus cábalas. Pero qué quiere que le diga, yo me los imagino, los veo a los mellizos Carpi fundidos en un abrazo, un abrazo interminable, festejando algo grande, más grande todavía que Racing campeón.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 15 de diciembre del 2014
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42 - ¿Por quién hinchamos?

En 1970 mi viejo vivía en el centro, sobre Lavalle, a metros de la calle Florida, la calle más famosa de Buenos Aires en ese entonces; y a pasos de donde estaban, uno al lado de otro, los cines más importantes de la ciudad. Pasear por Florida y por Lavalle era asombroso. Mi viejo nos venía a buscar a mi hermano y a mí una vez por semana y nos llevaba con él al centro, a ese mundo de cines, librerías, disquerías, calles peatonales, carteles luminosos, galerías, negocios y restaurantes, tan lleno de gente y tan diferente al Ramos Mejía del resto de la semana. No estábamos mucho en la casa de mi viejo, sólo lo necesario, lo mínimo. Temprano solíamos ir a patear alguna pelota al verde más cercano: la plaza Roma, bajando la barranca, del otro lado de Leandro Alem. Y por las tardes, la cita obligada era ir al cine. Recorríamos Lavalle observando los afiches de las películas que empapelaban y coloreaban las dos veredas hasta que encontrábamos cuál iríamos a ver. Muchas veces repetíamos películas. ¡Socorro!, la de Los Beatles, fue una de nuestras favoritas y no nos cansábamos de verla con la misma alegría de la primera vez. Mi hermano, que soñaba ser un Beatle y sí sabía las letras de las canciones —yo inventaba— llevaba la cuenta, como si fuera un logro o una hazaña, de cuántas veces fuimos a verla. Ya no me acuerdo pero la vimos cinco veces, seis o más. Otro de nuestros clásicos era ir al cine Ideal a ver un continuado maravilloso de dibujitos animados donde El Correcaminos (Accelerati incredibilus) y El Coyote (Carnivorous vulgaris) eran los preferidos.
La tarde en cuestión no fuimos a ver una película de Los Beatles ni una de dibujitos animados, vimos fútbol: la película del Mundial del ’70. Es imposible para mí recordar si la película la propusimos nosotros —mi hermano y yo— o fue idea de nuestro viejo. Realmente no importa cómo llegamos ahí pero sí recuerdo que ver el fútbol en color y en pantalla gigante, desde la comodidad de una butaca de cine fue una experiencia sensacional. Entiendan quienes nacieron unos cuantos años más acá que en esos días las teles eran en blanco y negro, con pantallas diminutas y las tribunas de las canchas eran tablones de madera.
Quizás sí entré al cine sabiendo que Brasil había sido el campeón, pero cuando se apagó la luz y los jugadores empezaron a correr y a anotar goles en semejante pantalla, todo fue para mí como si lo viera por primera vez, como si ellos lo estuvieran jugando ahí, en ese único momento, para nosotros, para mí. La única tristeza fue no haber visto a la selección Argentina, me costaba entender que no estuviera en la pantalla, me dolía. Sí me encantaron Uruguay, Italia y Brasil pero ¿por qué no estaba Argentina? ¿Cómo podían estar países como Bulgaria, El Salvador, Marruecos o Israel y no nosotros? No lo entendía y menos entendía la explicación que me daba mi viejo. Imagínense que en ese entonces lo primero que te preguntaba alguien cuando te conocía era tu nombre y, acto seguido, ¿De qué cuadro sos? Porque cuando yo era chico se preguntaba: ¿De qué cuadro?, no ¿de qué equipo? Y vos decías soy de tal y se podían olvidar de tu nombre pero nadie se olvidaba de qué cuadro eras. Entonces, haberme sentado a ver un fútbol hermoso, gigante, en colores y que no estuviera mi cuadro me puso mal.
¿Y nosotros por quién hinchamos?, le pregunté a mi viejo cuando descubrí que no jugaba Argentina. La respuesta fue: Por Perú que fue quien nos eliminó.
No creo que mi viejo recuerde esa respuesta pero a mí siempre me quedó rondando en la cabeza: Hinchar por el que fue mejor que vos, el que te eliminó. Hoy se le podría llamar Fair play a eso, no sé cómo se lo llamaba en los ’70. A mí me lo enseñó mi viejo. Y hubiera sido muy fácil para él decirme: Hinchemos por los de amarillo, porque él sí se sentó en la butaca conociendo el final de la película, sabiendo quién era el héroe, quién festejaba en el final. Sin embargo, eligió lo que eligió. Y eligió bien.

Pablo Pedroso
Buenos Aires,4 de diciembre del 2014.
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41 - Cábala mundial

Las cábalas no se dicen, me enseñó Joaquín. Y tiene razón, porque pierden eficacia, se desgastan. Si las decís, no sos un buen cabulero, las echás a perder. En todo caso, un cabulero de ley no las dice, las confiesa y lo hace recién cuando esas cábalas dejan de serlo, cuando caducan. Porque toda cábala tiene vencimiento, eso es lo lindo. Si fueran eternas, nada tendría gracia. No nos olvidemos que en el fondo —y un poco más acá también— todo es un juego.
Métanselo en la cabeza: las cábalas eternas no existen, no las busquen más porque no hay. Siempre surgirá una contracábala que matará a la nuestra que se había convertido en cábala el día o la tarde o la noche que mató a una cábala contraria u opuesta. La ley de la vida podríamos decir.
El desafío, entonces, es dar con una cábala que se banque una buena racha, y hoy, con este fútbol devaluado, sólo podemos aspirar a una vida útil de un torneo, cuando antes le apuntábamos a dos.
No me siento cómodo con las cábalas elaboradas o complejas, hasta en eso prefiero la simplicidad. Tal es así que una de mis mejores cábalas fue muy sencilla: un gorrito de Vélez, tipo Piluso que compré un domingo de 1993 en la puerta de la cancha. Lo compré casi de casualidad, sin pretensión. Me lo puse, ganamos y se quedó. No importaba si estaba en remera, jean o traje. Desde ese domingo todo podía cambiar, pero el gorrito, no. Cinco años estuvo conmigo: salió campeón del Clausura 93, Libertadores 94, Intercontinental 94 (en pijama y con el gorrito puesto viendo el partido por televisión), Apertura 95, Interamericana 96, Clausura 96, Supercopa 96, Recopa Sudamericana 97 y Clausura 98. ¿Qué más se le puede pedir a un gorrito de veinte pesos? Transparente parecía en los últimos partidos. Todavía lo tengo, claro está, guardado como una reliquia y con todos los honores en un cajón del placard junto a otros recuerdos, junto a restos de otras cábalas. Tan bueno fue ese gorrito que nunca me atreví a comprar otro, seguramente por respeto.
Después probé con un anillo plateado y con el escudo de Vélez que mucho no sirvió, al menos para lo que yo quería, porque sí, es cierto que tenía un poder, pero meteorológico, no futbolístico. Créanme. Iba a la cancha a ver a Vélez en un día horrible, me ponía el anillo y Vélez no ganaba, pero dejaba de llover o salía el sol. Se los juro, en eso no fallaba, era capaz de cortar el más terrible aguacero. Lo usé medio torneo, insistí  hasta que me cansé y lo guardé para utilizarlo exclusivamente en vacaciones o en alguna salida a pescar.
Encontrar una buena cábala no es fácil. No todos los días se alinean los planetas y de la nada aparece una solución. Ojo que tampoco hay que pasarse la vida probando y descartando cábalas como si nada. Hay que saber aguantar. Muchas te ponen a prueba, y si te ven dudar, chau, te largan en banda. Créanme: toda buena cábala necesita una cuota importante de fe. Si no tienen fe, ninguna funciona.
Esta vez yo tuve fe. Nunca me había pasado con Argentina, nunca tuve la suerte de encontrar una cábala que me sirviera para los partidos de la selección. Si Argentina ganaba o perdía, yo nada tenía que ver. Ojo, llevo cuatro finales disputadas en mundiales de fútbol, no me puedo quejar, pero con la Argentina sólo pude ser un espectador. Alguna vez la historia tenía que cambiar.
Tal vez a ustedes les pasó lo mismo, o no, pero a mí el mundial se me vino encima. Terminó el verano y las vacaciones y junio apareció de repente, como si alguien hubiera borrado del almanaque marzo, abril y mayo. Abrí los ojos un domingo y me encontré que era el día del padre y el debut de la selección. Me senté en la cama, medio dormido, pensando en qué cornos me ponía cuando apareció la cábala. No iba a ser un gorrito de Argentina, ni una pulsera exclusiva o unos calzoncillos estrafalarios. No. Sentí que necesitaba algo más poderoso que una simple prenda y elegí un vestuario, un vestuario completo: calzado, medias, calzoncillo, pantalón, cinturón, etc. Todo lo que me pondría para ver el primer partido de Argentina —la pilcha con la que “saldría a la cancha”— sería la gran cábala.
Elegí un jean que me gustaba; buenas zapatillas; medias blancas casi nuevas; calzones boxer gris, cómodos; mi cinturón favorito; una remera gris topo, térmica y de mangas largas a estrenar; y un saco de lana, oscuro, abrigado, con bolsillos, cierre y cuello alto. Preferí arrancar preparado para el frío
Una de las tres reglas que acaba de establecer dejaba bien claro que en ningún momento podría agregar una nueva prenda o quitar alguna de las establecidas originalmente (por eso el abrigo, prefería sufrir el calor antes que el frío). La segunda indicaba que ninguna de las prendas utilizadas iba a poder lavarse mientras durara el campeonato. Quiere decir que si llegábamos al ansiado séptimo partido yo habría usado toda esa ropa (incluso ese único par de medias y esos calzoncillos) durante siete días sin que pasaran siquiera cerca de un lavarropas. Y la tercera regla exigía que desde el minuto cero del primer partido las ropas seleccionadas no podrían ser utilizadas ningún otro día y en ninguna otra situación que no fuera para presenciar un partido de la selección nacional. En otras palabras, la ropa elegida acababa de firmar un contrato de exclusividad.
Reglas son reglas.
Ese domingo le ganamos a Bosnia 2 a 1. A la noche, antes de acostarme hice lo que nunca: me saqué la ropa, la doblé y ordenadamente la guardé en el placard. Las medias quedaron escondidas dentro de las zapatillas y los calzones en el fondo del cajón de la ropa interior. Lo importante era que en ningún momento, Silvia manoteara alguna de mis prendas y la mandara, como suele hacer cada mañana, al canasto de la ropa sucia.
El sábado 21 fue el partido contra Irán. Ni Silvia ni Joaquín se dieron cuenta de que me puse el mismo vestuario que en el partido contra Bosnia. Ganamos 1 a 0 en el final así que la cábala se mantenía. El miércoles contra Nigeria alargamos la racha ganadora: 3 a 2. Como las noches anteriores guardé la “indumentaria mundialista” y me fui a dormir. El martes 1 de julio nos tocaba Suiza por octavos de final, ahora los partidos eran a morir. Y casi nos morimos de un infarto. Pero en el minuto 118, Angelito Di María clavó un gol que nos devolvió el corazón a todos.
La próxima posta era el sábado 5 contra Bélgica, cuartos de final. Me levanté temprano. En la tele remarcaban que esta era la instancia que hacía rato no pasábamos: veinticuatro años. Cuando me fui a vestir descubrí que algo había cambiado. Estaban la remera térmica gris, el jean, las zapatillas con las medias, el saco de lana y el cinturón, pero faltaban los calzones. Revolví el cajón, busqué en otro rincón posible pero no aparecían. Para colmo, estaba impedido de preguntarle Silvia, que es la única que encuentra y sabe dónde está todo en esta casa. Inmediatamente ella me hubiera dicho que me pusiera otros calzoncillos. O peor, me hubiera preguntado qué tenían de especial esos calzones y se me habría notado la mentira.
Me quedé un rato intentando tomar un decisión: o iba sin calzones o me ponía otros, grises y boxer idénticos a los originales. En ese momento, en la tele, un cronista confirmaba que en Argentina entraban Demichelis por Fernández y Biglia por Gago. La noticia la sentí como una señal, si Argentina cambiaba yo también podía hacer una leve modificación: unos calzoncillos por otros.
Gracias a dios la cábala siguió funcionando: gol del Pipita en el arranque.
Y ojo que también funcionaron los cambios, Argentina jugó mejor.
Esa noche no me dejé llevar por la euforia de haber pasado a semifinales y me ocupé con suma atención de guardar y acomodar la ropa para que no volviera a tener un sobresalto como el que tuve esa misma mañana.
El partido siguiente cayó miércoles, era 9 de julio y feriado. Para muchos fue una señal de que pasábamos. Imaginate, defender los colores de la camiseta en tierra hostil, el día de la mayor fecha patria, te pide a gritos un triunfo heroico.
Yo ese día ya me sentía satisfecho, cualquier resultado me parecía bueno. Si ganábamos, la próxima parada era la final; si perdíamos, nos tocaría luchar por el tercer puesto contra Brasil. Ninguna opción era mala de verdad. Esa especie de tranquilidad me permitió distraerme con pavadas, por ejemplo, con no entender cómo, ni Silvia ni Joaquín se habían dado cuenta todavía de que yo usaba por sexta vez consecutiva la misma ropa que en los partidos anteriores. Por un lado la situación me causaba gracia pero por otro me preocupaba, de alguna manera la realidad indicaba que ninguno de los dos me miraba. Silvia, vaya y pase, llevamos demasiados años de casados. Pero me llamaba la atención que Joaquín, mi hijo, que tiene el ojo entrenado y detecta si Argentina cambia de color de medias o de pantalón, que conoce las marcas y los diseños de todos los equipos mundialistas desde el 2006 para acá, no hubiera notado mi clara repetición.
Los miré, el partido no empezaba todavía y ellos dos permanecían allá, en la otra punta de la sala, como si no quisieran interrumpirme y con los ojos clavados en el televisor. No importa que no se den cuenta—pensé—, los prefiero así concentrados y haciendo fuerza por la selección.
Por supuesto, arrancó el partido y todos esos pensamientos desaparecieron por completo de mi cabeza. Con el primer pelotazo cada una de mis neuronas se concentró de manera absoluta en fútbol, desde el minuto cero, hasta los noventa, los treinta de alargue y en la definición por penales también.
¿Hablé de heroísmo un poco antes? Bueno, fue el turno de Romerito que voló más que Superman, tapó dos penales y puso a Argentina en la final.
Esa noche, los corazones de todos los argentinos latían como hacía rato no latían. Esa noche, nadie necesitaba acostarse para soñar. Con una sonrisa de agradecimiento guardé en los lugares de siempre mi ropa de batalla. Por más esmero que puse en tratar de alisar las arrugas y los pliegues que se fueron acumulando durante seis puestas (seis partidos), nadie podría llegar a creer que esas prendas estaban limpias y planchadas. La camiseta había perdido la forma original, el jean tenía dos acordeones a la altura de las rodillas y las medias marcaban de una manera exagerada las siluetas de mis pies. Era imposible no darse cuenta de qué media correspondía a qué pie.
Me acosté feliz por el triunfo, orgulloso de formar parte de ese momento grande la historia del fútbol argentino. Un rato más tarde me dormí preguntándome qué haría con cada una de esas prendas si ganábamos el domingo. Casi que se convertirían en símbolos patrios, pensé.
El domingo no tardó en llegar. Me desperté temprano, demasiado temprano. A las siete ya estaba fuera de la cama y el partido arrancaría recién a las cuatro de la tarde. Me esperaban nueve horas de las interminables —algo así como veintiséis o veintiocho de las normales— para vivir y sentir en todo el cuerpo los últimos noventa minutos de mundial. Después de ese domingo, a esperar cuatro años más.
Ocupé el tiempo con cualquier cosa: barrí las hojas del patio, cosa que nunca había hecho en veinte años; ordené y encarpeté los impuestos y las facturas de servicios que nos llegaron desde el 2011; guardé en el altillo la ropa de verano; y organicé la biblioteca, cuentos por acá, novelas por allá. Todo me venía bien menos prender la tele y engancharme con cualquiera de los treinta programas que hablaban del mundial. Necesitaba tomar un poco de distancia del partido porque la ansiedad que sentía era enorme. A esa altura había sudado más que en cada uno de los seis partidos que habíamos jugado hasta entonces. Sentía calor pero ni siquiera me permití abrir el cierre del saco de lana. Correr el riesgo de arruinar una cábala tan ganadora justo cuando faltaba tan poco, hubiera sido una estupidez mayúscula. Paciencia.
(Qué fácil se dice).
Si mi vieja hubiera visto lo inquieto que estaba, me habría mandado a que corriera dos vueltas manzana como hacía con mi hermano cuando éramos chicos y él se ponía intenso. Era un momento raro, por un lado me sentía extremadamente ansioso pero por otro, muy confiado. Si bien Alemania venía de vapulear fácil a Brasil (nada más y nada menos que 7 a 1), cada minuto que pasaba, mi confianza en Argentina crecía. Por décima vez entré a internet a chequear si jugaba Di María. Todas las webs anunciaban que no.
Llegó la hora que todos estábamos esperando. El partido arrancó con todo. Pasamos la barrera de los primeros veinte sin sobresaltos, ellos tenían la pelota pero no lastimaban. La más clara fue nuestra a los veintiún minutos, el Pipita ligó un regalo de la defensa y quedó de cara frente al arquero Neuer. Era gol en todos lados menos en el Maracaná. Al rato gritamos uno, también del Pipita, pero nos callaron cobrando off side. En el final del primer tiempo tuvimos un susto grande (aunque no tanto como nuestro traste), de un córner, Howedes conectó un cabezazo que pegó en la base del palo.
En el arranque del segundo tiempo las mejores fueron de Argentina. Messi nos sorprendió a todos: pateó al arco y no entró. Se fue apenas la pelota, seguramente lamentándose ella misma que no fue gol. Neuer salió con todo en una y le metió un penalazo criminal a Higuaín, el réferi, tano, además de no marcar penal cobró falta del argentino que estuvo siempre de espaldas. A todos se nos cruzó por la cabeza la imagen del recordado Codesal. Con cada repetición te dolía más el golpazo que recibió Higuaín.
De a poco llegaron los cambios en Argentina y el equipo perdió eficacia. Los minutos pasaban y la goleada alemana que soñaba Brasil no se concretaba. Sus cábalas resultaban ineficaces. Se cumplieron los noventa. Nadie sabía quienes estaban más contento con ese resultado, si ellos o nosotros. Fuimos al alargue.
¿Sombrerito de Palacio al obelisco de Neuer? ¡No!
Por la tele se ve tan fácil…
Parecía que Alemania tenía más piernas que Argentina pero yo confiaba en el corazón y la garra, los mismos que nos trajeron hasta acá. Miraba a la Pulga y pensaba: En vos confío.
No faltaba mucho cuando llegó el gol de ellos, un gol inapelable. Salimos con lo que teníamos. Messi saltó entre los gigantes y calzó un cabezazo. Él, sí, un gurrumín entre mastodontes. Cuando esa no entró yo me rendí. Tuvo la Pulga, después un tiro libre y hubiera sido el gol más lindo del mundo pero no lo fue.
Terminó el partido. Me puse de pie y sentí que por primera vez en ciento veinte minutos respiraba. Habíamos estado muy cerca. Me miré la ropa, mi cábala, y me sentí conforme. Seguramente la de algún alemán fue apenas mejor.
Silvia y Joaquín se mantenían en sus lugares.
—Por poco—dijo Silvia.
Le dije que sí y me empecé a reír. Me preguntaron qué me pasaba y les conté la cábala.
—¿Cómo puede ser que no se hayan dado cuenta? ¡Siete días con la misma ropa!
Terminé de decir ropa y los dos explotaron a carcajadas, sin ponerse de acuerdo ni nada. A Silvia le saltaban lágrimas de los ojos y Joaquín tenía un ataque de risa que no paraba.
—¿Que no nos dimos cuenta? —me dijeron casi al unísono— ¿Te pensás que perdimos el olfato? ¿Por qué te creés que mirábamos los partidos desde este rincón, bien lejos de donde vos estabas?

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 17 de julio del 2014.
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40 - Camino a la final

Apenas Alemania clavó el cuarto se le ocurrió la idea. Sacrificio, pensó. En la tele repetían el gol de Klose, los alemanes festejaban —otra vez contra Argentina— mientras Maradona caminaba e intentaba mostrarse serio, entero. Él, en cambio, era una estatua desde el minuto dos; sin reacción, como si se hubiera contagiado de Demichelis, Otamendi y el resto del equipo. Se sintió lejos. Cuando el árbitro pitó el final, él juró que en Brasil la historia iba a ser diferente. Nunca, hasta el gol de Klose, había amagado a viajar. Ni siquiera en sueños.
Este no va a ser un viaje, aclaró como si alguien lo estuviera oyendo. Un segundo después, como para que no quedaran dudas, agregó: Sacrificio.
Apagó la tele, desenchufó la compu, no contestó el teléfono y silenció el celular. Hasta que pase el chubasco, pensó. De inmediato se dio cuenta de que el camino a Brasil se había iniciado. A partir de ese momento no volvería a ver o a escuchar partidos de la selección, ni oficiales ni de los otros. Tampoco podría leer, por más mínima que fuera, información acerca del equipo argentino. Ni siquiera tendría permitido una charla de fútbol con amigos, parientes o conocidos.
Para oficializar el compromiso buscó un almanaque y con un marcador rojo tachó la fecha: 3 de julio. Miró los días que restaban hasta fin de año, pensó en julio de 2014 y lo sintió lejos. Cuatro años es tiempo suficiente para organizar cada detalle, pensó.
A la semana comenzó a entrenar: diez cuadras, veinte, treinta. Un año después usaba el auto sólo para lo esencial. Modificó los horarios, se acostumbró a acostarse temprano para poder levantarse con tiempo como para ir caminando al trabajo. Eran tres horas entre ida y vuelta (al principio un poco más). Día a día anotaba los kilómetros que caminaba y el tiempo que le llevaba recorrer esas distancias. Sobre la mesa de luz se le iban amontonando libretas repletas de datos y apuntes.
Cada Semana Santa aprovechaba para ensayar. En la del 2011 caminó treinta y ochos kilómetros y llegó a Escobar. La noche del jueves la pasó en el primer hotelito que encontró cerca de Panamericana. Colgada en una pared de la habitación vio una imagen de Cristo llevando la cruz. A pesar de que era una impresión barata, con el marco torcido y berreta, él, que nunca había sido muy religioso, se emocionó. Las piernas se le doblaron, creyó que por el cansancio, y quedó frente a la imagen, de rodillas. Lloró sin saber si lo hacía por tristeza, alegría o dolor. Más tarde se quedó dormido pensando en el Vía Crucis, en el sacrificio de Cristo y en su decisión de llegar a Brasil en el 2014. El viernes descansó todo el día y el sábado, renovado, caminó de regreso a Buenos Aires.
Al año siguiente se atrevió a más: el Jueves Santo caminó hasta Escobar, pasó la noche en el mismo hotel y en la misma habitación que el año anterior. Al otro día salió muy temprano hacia Zárate, quería atravesar el puente con luz de sol. Fue la primera vez que lo cruzó a pie. La subida le resultó suave y la senda peatonal, angosta; del otro lado del guarda rail los autos pasaban veloces y muy cerca. Al llegar a la parte más alta el viento era demasiado intenso, un par de Scanias sobrecargados hicieron que el puente vibrara, pero él nunca dejó de caminar. Al atardecer, agotado, paró en un recreo sobre la isla Talavera. Consiguió alquilar una cabaña diminuta donde pasó la noche con los pies elevados, apoyados contra la pared. Tenía miedo de que al día siguiente las zapatillas no le entraran. El sábado se dedicó a descansar, a hacer ejercicios de relajación, y a remojarse los pies en el río. El domingo regresó a Buenos Aires en micro. En el 2013 hizo el mismo trayecto: primero Escobar y al día siguiente Zárate. Repitió hotel, habitación y recreo. El sábado cruzó el segundo puente y caminó hasta Ceibas, Entre Ríos. Llegó cómodo y con ganas de andar más, pero desistió, al otro día debía regresar a Buenos Aires.
Cuando volvió a su casa revisó las libretas con apuntes, hizo cuentas por centésima vez y anotó los nuevos valores que se parecían a todos los anteriores. Velocidad recomendada, cinco kilómetros por hora. Frecuencia, ocho horas diarias repartidas en dos turnos de tres horas y uno de dos, con dos horas de descanso entre turno y turno. Entre paréntesis anotó: 3 + 3 + 2. Ese detalle lo hizo pensar en fútbol y en las discusiones de táctica de los equipos. Extrañaba esas charlas. Se preguntó qué estrategia estaría utilizando Sabella y después de mucho tiempo sintió nostalgia por la celeste y blanca.
Una tarde en el trabajo escuchó en el ascensor que alguien decía: Los mundiales se juegan cada cuatro años para que tengas tiempo de olvidarte de lo mal que jugó tu selección en el mundial anterior. Lo primero que recordó fue el entusiasmo que le habían provocado los equipos de Basile en el ’94, Bielsa en el 2002 y Pekerman en el 2006; luego recordó la dura frustración que sufrió con cada uno. Necesitado de ánimo repasó los partidos de Maradona en el mundial del ’86, pero poco a poco sintió que esos recuerdos le quedaban cada vez más lejanos.
El año 2013 se le pasó volando. Recién en octubre se enteró de que Argentina había terminado primera en las eliminatorias. En diciembre se permitió ver el sorteo del mundial para conocer en qué ciudades jugaría la selección. Cuando los comentaristas opinaban sobre la suerte del equipo nacional, él bajaba el volumen del televisor.
Conseguir la entrada fue más complejo y más duro que todo el entrenamiento. Le llevó meses concretar la compra. Las idas y vueltas, los intentos sin suerte a través de la página oficial, los escandalosos precios y paquetes que le ofrecían las agencias de viajes autorizadas y las negociaciones con revendedores quedaron atrás. Va a ser plata bien gastada, se repetía cada vez que recordaba el valor que había pagado por un lugar en la final.
En las fiestas pudo aprovechar una promoción y comprar tres pares de las zapatillas que consideraba ideales para su aventura. A mediados de febrero las empezó a ablandar. El último mes fue el más difícil, cargado de dudas y de ansiedad. Cuando le costaba dormir revisaba las cuentas y los apuntes que había acumulado en las libretas o volvía a chequear si la distancia que lo separaba de Río de Janeiro seguía siendo dos mil seiscientos veinte kilómetros. Una de esas noches repitió el cálculo que había hecho tantas veces, dividir la distancia a recorrer por la cantidad de kilómetros que caminaría por día: 2620/40. El resultado era el de siempre, sesenta y cinco días y doce horas. En números redondos, sesenta y seis días. Miró el papel donde había anotado sesenta y seis y algo no le gustó. Revisó cálculos anteriores, se preguntó si le molestaba que hubiera alguna relación con el mundial del ’66 y preocupado volvió a la cama. En la oscuridad de la noche descubrió que tal vez la incomodidad se debía a que sesenta y seis era demasiado parecido al número del diablo. Fue así que decidió adelantar la salida un día, la fecha elegida sería el jueves 8 de mayo.
Esa mañana, bien temprano, sentado sobre el borde de la cama se calzó las zapatillas como si sus pies fueran los de Cenicienta. Desayunó poco. Revisó la mochila. Lo que más llevaba eran medias, todas nuevas, mullidas. Donde le sobraba espacio metía un par. En un iPod Touch había cargado mucha música, la planificación de cada día, los mapas con el itinerario —una larga lista de pueblos, pueblitos y ciudades— y el fixture. Estaba listo. Dejó el celular y no se despidió de nadie. En casi cuatro años nunca había contado lo que pensaba hacer, sentía temor de que alguien fuera capaz de alterar su plan, de boicotearlo, y él no podía permitirse un error. Estaba convencido de que si caminaba rumbo a Río de Janeiro sin saber qué ocurría en el mundial, sin conocer quienes ganaban y quienes perdían, Argentina llegaría a la final. No podía explicar por qué tenía ese convencimiento, era un acto de fe y la fe se tiene, se siente pero no se explica.
Ahora sólo tengo que caminar —dijo—, un pie delante del otro.
Se calzó los auriculares, subió el volumen de la música y salió convencido de que en lugar de emprender un viaje, comenzaba una misión. En cada paso soñaba con una lluvia de papelitos que estaba por llegar. En cada paso se sentía más cerca del Maracaná.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 29 de abril del 2014.
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39 - No es bueno que el hincha esté solo

Llegamos temprano. Guardo el carnet y me mando por la rampa. El Bichi va por donde están las escaleras. Cada uno tiene sus cábalas. Le apuntamos al medio de la platea sur y empezamos a subir. Hay sol.
—¿Por acá está bien? —pregunta el Bichi.
Me freno, miro y busco una referencia. Prefiero no repetir lugares. La última vez que vinimos juntos fue empate.
—Dale un par de filas más.
Pasamos a un gordo de anteojos que nunca vi. Eso me tranquiliza. Tampoco quiero repetir caras. Lugar nuevo, gente nueva.
—Acá —le digo y nos sentamos. Él a mi izquierda. A la derecha dejo dos butacas libres, seguro vienen Dany y los suyos.
El Bichi mira atento el partido de la reserva. Se nota que hace rato que no viene, no se quiere perder nada. Llega bastante gente. Pispeo la hora y le escribo un mensaje a Dany: ¿Vienen? ¿Cuántos son? Al toque recibo la respuesta: Estacionando. Estoy solo. Le cuento al Bichi que va a venir mi amigo.
—Viene solo —le digo, pero para él, que apenas lo conoce, no es sorpresa.
Miro las dos butacas vacías y pienso que una va a sobrar, la primera de la fila. Eso me incomoda, sin embargo, no me muevo. No sé por qué pero siento que el tiempo para que nos desplacemos un lugar caducó, como si las cartas ya estuvieran jugadas.
Observo las cabezas de la gente que va entrando hasta que aparece la bocha de Dany. Me busca donde siempre y no me ve, claro. Me paro y muevo los brazos, exagero, recién ahí gira y me descubre. Cuando llega hasta donde estamos le pregunto una obviedad:
—Viniste solo.
—Sí —me dice y me explica por qué no vinieron Juani, Fran, Lili y el cuñado.
Le cuento que Joaco se fue a Mar Azul.
—¿Con la novia?
—Con la novia.
—Antes tenía asistencia perfecta —dice Dany y el Bichi se ríe.
Termina la reserva, parece que perdimos. El canoso de atrás me devuelve la Vélez Magazine y la hago papelitos. El Bichi y Dany son de escuchar radios partidarias, yo no. Me cuentan los chimentos. Cada tanto miro la butaca vacía, es una de las pocas que quedan. La voz del estadio da la formación y me quejo porque saqué a Mauro del Gran DT.
—Leí que no jugaba —me justifico.
—Yo los tengo a él y a Pratto —se jacta el Bichi.
Aparece un flaco, menos de treinta tiene. Pregunta si el asiento está ocupado y le decimos que no. Tiene puesta la camiseta negra con la V azul. Está solo. Aparece Vélez y apenas se calma la lluvia de papelitos arrojo los míos. Lo miro al flaco y me pregunto cuánto hace que no estoy solo en una cancha, sin un conocido, un pariente o un amigo. Ya ni me acuerdo. Me alegro de que la butaca no haya quedado huérfana. Arranca el partido y al minuto nos dimos cuenta de que los de Gimnasia vinieron a aguantar. Todo es Vélez, Vélez, Vélez. Se lo pierde Mauro y Romerito mete un bombazo en el travesaño. Ellos ni la tocan hasta que a los veinte, Litch corta una bocha y la manda larga, el que la recibe desborda y tira un centro. Contreras, que parecía estar adentro del arco, cabecea. Gol. Nadie entiende nada. Yo no entiendo nada. Convencido de que es off side espero que lo marquen pero Herrera señala la mitad de cancha. El lineman está en la otra punta, lejos de mi asiento y de mi corazón. No puedo verle la cara, saber quién es, ni puedo descubrir por qué no levantó la bandera. Dany rezonga al mejor estilo Tano Pasman y repite que siempre nos meten un gol en el segundo palo. Se queja, dice que está cansado, podrido. El solitario lo mira y hace un gesto como dándole la razón. El Bichi se lo toma con soda, como en las viejas épocas. Y como en las viejas épocas, también, lo envidio. Se nota que Vélez sintió el golpe, no domina y parece aturdido. Cada uno busca una explicación. Lo miro al Bichi y trato de hacer memoria. Recuerdo los goles que gritamos juntos, los campeonatos que festejamos y las copas que vimos levantar, pero no logro recordar cuándo fue la última vez que vino a la cancha y ganamos. Sólo veo ese empate triste con San Lorenzo. Estoy a punto de preguntarme a lo Bambino Pons, ¿Para qué te traje?, pero me arrepiento, no puede ser él. Lo miro al flaco solitario y una mirada no me alcanza para descifrar si es mufa o no. Alguien tiene que ser el culpable. El canoso de atrás grita otro gol que no llega a ser. Se nota que no tiene tanta cancha como quiere hacerle creer a la familia. Dany, que ahora parece un poco más tranquilo, comenta una jugada con el flaco solitario. Pasamos otro sobresalto y coincidimos en que lo mejor es que se acabe el primer tiempo, el descanso nos va a venir bien a todos.
En el entretiempo, el solitario le muestra a Dany la pantalla de su BlackBerry.
—Ahí tenés, mirá —me dice Dany.
Me acerco al mismo tiempo que el flaco me pasa el celular. Veo la imagen congelada de cuando parte el centro en el gol de ellos: el off side es indiscutible, tremendo. El Bichi se asoma por encima de mi hombro y también la ve. Insulto y le devuelvo el BlackBerry al flaco. Él y Dany siguen hablando de la jugada, el Bichi parece disfrutar de que está en la cancha otra vez y yo me lamento por no conocer el nombre ni el rostro del línea de aquel lado; así, anónimo, siento que mi odio hacia él es incompleto.
Vuelven los equipos y arranca el segundo tiempo. Cuando empezábamos a maquinar qué cambio hacer, Pratto mete un zapatazo y calma la ansiedad. El grito de todos es con bronca. Me abrazo con el Bichi y después con Dany. Vélez se agiganta y va por más. El canoso siguen gritando goles que no son, me parece que la familia ya no le cree. Cada vez que Monetti hace tiempo, Dany le dice que pronto va a ir a buscar el segundo adentro. Él tiene fe. Lo miro al Bichi y me pregunto si otra vez será empate. Gimnasia se equivoca en querer jugarnos de igual a igual. El Turu manda a la cancha a Roberto Nanni, en la primera que tiene se la baja de cabeza al Tito Canteros que en una baldosa hace pasar al defensa y se la cucharea a Monetti. El arquero gira para verla entrar, seguramente sabe que será el gol de la fecha. Ahora el grito es desaforado. Ni sé a quién abracé primero.
—¡Andá a buscarla adentro, Monetti! —le reclama Dany.
Vélez sigue siendo demoledor. Le palmeo la pierna al Bichi, estoy contento de que haya venido. Los de Gimnasia no tienen la menor idea de cómo pararnos. Se quedan con diez: roja para Gastón Díaz. Al toque, penal. Maurito agarra la pelota, se acomoda y clava el tercero. Lo grito y me abrazo con Dany y el Bichi al mismo tiempo. Los tres somos uno. Ahí me doy cuenta de que el flaco también está y grita, solitario. Recuerdo el partido de semifinales de la Libertadores del ’94, contra el Junior, el gol del Turu y un abrazo con un tipo que en mi vida volví a ver. Por el costado de Dany encuentro un espacio y asomo una mano, lo busco al flaco y lo aferro. Descubro que los goles que más se sienten son los que se comparten con un abrazo. Él también entiende lo mismo y se suma al festejo. La celebración sigue, aún faltan dos goles más.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 6 de abril del 2014.
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38 - El jefe y el otro

—¿Me escucha?
—Sí, jefe, lo escucho pero espere a que salga del vestuario. Acá hay mala señal, vio… —dijo y trotó hasta la salida del túnel con el celular pegado a la oreja—. ¿Ahora?
—Ahora sí.
—Bueno, le decía: le llenó la cara de dedos…
—¡Será posible!
—Quedó bastante estropeado… Si al menos el otro se hubiera dejado los guantes puestos… Pero bueno, que se ponga mucho hielo y que se la banque por cocorito.
—¡Qué cocorito ni qué ocho cuartos! Este cumplió órdenes, como tantos. ¿Usted es nuevo, no sabe cómo se maneja el intocable?
—Sí, sí, lo sé perfectamente…
—Y entonces, qué me dice, hombre. Acá todos sacan número para alcanzar el título de amigo, ¿y sabe cuándo se reciben? Cuando se ligan una piña o el raje por defenderlo. ¡Parece que no se dieran cuenta, che! —el jefe necesitó hacer una pausa, tomar aire y volver a parecer un hombre tranquilo—. Qué se le va a hacer, paciencia. Después de junio, ¡chau! Los dos afuera.
—¿El intocable también?
—¿Qué dice? Ojalá, pero no creo que tengamos tanta suerte. Yo me refería a los otros, los de la peleíta.
—Mire que si es así nos quedamos sin arquero.
—Ni me lo diga, pero no tenemos otra.
—Por lo que me enteré, la lista de los que salen es larga.
—Ni más ni menos.
—Le pido que esta vez no reforcemos rivales, mire lo que pasó con Lanús. Les mandamos tres muertos y resulta que resucitaron.
—No me haga acordar, Daniel, se lo ruego.
—Disculpe, Jefe. Si quiere le digo la buena.
—¿Hay una buena? Dígamela, ¿qué espera?
—Como el pibe está desgarrado, no juega el domingo.
—¿Y?
—Y lo podemos tener guardado unos días, hasta que se le curen los moretones. Nadie lo va ver.
—Admirable, lo felicito.
—Gracias.
—Y de esto no trascendió nada, ¿no?
—Nada. La prensa ni se enteró.
—Mejor así —el jefe tomó una bocanada de aire—. Escuchemé, ¿encontró lo que le pedí?
—Tengo uno que pinta bien.
—Un 10.
—No, un 4.
—Un 4 no me sirve, Daniel, ya se lo dije ochocientas veces. Un 10 necesito, pero un 10 de verdad, un 10 con personalidad. No como los últimos intentos que, al fin y al cabo, los tuvimos que exportar.
—Lo que usted quiere no es fácil, jefe. La historia marca que de esos jugadores aparecen uno cada veinte años.
—¿La historia? ¿Sabe lo que dice la historia? Que para voltear a un ídolo hay que construir otro, y eso lleva tiempo. ¿Y sabe cuándo son las elecciones? En el 2015. Por lo tanto, tiempo, no tenemos.
—Sí, jefe.
—Mire, ni “sí, jefe”, ni nada. Concéntrese en encontrar al hombre. Recuerde que la última vez el proceso fue largo, arrancamos en noviembre del ’96 y recién terminamos en octubre del ’97. ¿Se acuerda?
—Cómo no me voy a acordar, Mauricio, el partido que le dimos vuelta a River —el hombre hizo una pausa y con nostalgia agregó—. Pobre Diego…

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 11 de marzo del 2014.
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37 - Cadena

Siempre es Wati. No sé de dónde saca esas cosas ni a qué hora se levanta (o se acuesta) pero en cuanto abrís los ojos ya tenés uno de sus emails reclamando ser leído. Él se muere por ser jugador pero bien podría trabajar para Olé o Crónica porque la capacidad que tiene para titular las cadenas que manda es envidiable. Como el de hace unos días: “Joseph viejo nomás”, donde nos compartía una nota con el caso de un juvenil camerunés —joven promesa de un club italiano— sospechado de tener más edad que la declarada. El club y el pibe (o el tipo) aseguraban que tenía diecisiete años, sin embargo, una web de Senegal lo había acusado de tener cuarenta y dos. Apenas veinticinco años más. Las fotos que acompañaban la nota eran más que elocuentes. “Si Joseph —escribió Wati— tiene diecisiete, nosotros acabamos de salir de la maternidad”. Por supuesto, todos respondimos, opinamos y nos reímos mucho cuando al final de la nota leímos una declaración del jefe de prensa del club que se refería a Joseph como el chico.
La cadena de hoy también trae noticias de un fútbol lejano —Irán— pero trata de otra cosa: fútbol femenino. Ninguno de nosotros jamás vio en vivo un partido de mujeres y, le pese a quien le pese, estamos convencidos de que el fútbol es un deporte de hombres. Jamás nos podría parecer serio ver correr unas minas atrás de una número cinco, y en todo caso, la forma de mirar sería completamente distinta, las miraríamos a ellas y no a su fútbol. Es cierto que alguna vez enganché algún resumen por la tele o alguna curiosidad y hasta un partido en un canal de cable donde una jugadora yanki, bonita, sacaba unos laterales bárbaros. La rubia corría y antes de llegar al borde del área daba una vuelta carnero y el impulso que tomaba le permitía pararse y lanzar la pelota hasta mitad de cancha. Asombroso. Me acuerdo que me quedé pegado al televisor deseando que haya laterales antes que goles. Y me acuerdo también que a escondidas le intenté copiar la técnica y que nunca me atreví a hacerlo delante de nadie. No vaya a ser cosa que me dijeran que sacaba como una mina…
En fin, la noticia que Wati nos mandó contaba que la federación de fútbol de Irán había expulsado a cuatro jugadoras por ser hombres. ¡Chan! De inmediato busqué la foto del equipo. Ahí estaban las once y, a pesar de tener las cabezas cubiertas, no dudé en identificar a las que, según mi criterio, parecían ser hombres. Presuroso respondí: “3, 6, 14 y 22”. Enseguida llegó un email de Manu: “No, esas son las únicas mujeres del equipo”. Hubo intercambio de jajás y el resto de los chicos mandó sus cuatro candidatas. La 6 y la 22 se llevaron la mayoría de los votos.
Seguí leyendo. Según la prensa inglesa, los médicos habían descubierto que las cuatro jugadoras no habían acabado sus operaciones de cambio de sexo. ¡Chan! ¡Chan! La imagen que se me dibujó en ese momento fue demasiado perturbadora. “No debe haber cosa más horrible que una operación de esas a medio hacer”, escribí, pero Wati me contestó que no sería como yo me lo imaginaba, y seguramente él tuviera razón, pero igual se me representaban imágenes espantosas. Así fue que muy impresionado terminé de leer la nota donde la federación iraní explicaba que readmitirá a las jugadoras cuando hayan finalizado el proceso de cambio de sexo. ¡Chan! ¡Chan! ¡Chan!
Por supuesto, llovieron los comentarios del resto: “Cortársela es amor por la camiseta”, escribió Manu. “Ahora no les vengan a pedir que pongan huevos”, mandó Nacho. “Desconfío de la 3, se le nota que esconde algo”, escribió el Tano. “Y pensar que Maradona se quejó porque le cortaron las piernas”, puso Tomi.
Vuelvo a leer lo que dijo el jefe del comité médico de la federación de fútbol iraní: “Si resuelven sus problemas mediante cirugía estarán en condiciones de recibir calificaciones médicas necesarias y entonces podrán participar en el fútbol femenino”.
Me quedo pensando en el significado de la palabra problema y en que la discusión no pasa por una cuestión de género. En eso llega un nuevo email de Wati, en cadena como siempre: “¿Y si lo hacemos por la celeste y blanca?”.
¡Recontra Chan!
Despego las manos del teclado y me quedo mirando la pantalla.
No pienso ser el primero en contestar.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 17 de febrero del 2014.
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