01 mayo 2016

48 - Man of the match

Salimos temprano del hotel; el día es lindo, soleado. En bondi atravesamos Central Park y bajamos al final del recorrido, casi en el Riverside Park. Gabi está cada instante más linda. Le queda tan bien Nueva York que me dan ganas de vivir acá, para siempre, con ella. Descubro que me mira orgullosa por cómo me ubico, porque nunca me pierdo ni dudo, pero hago como que no me doy cuenta. Cruzamos al parque, se asombra otra vez con una nueva ardilla y le saca fotos, muchas fotos. En apenas tres días de vacaciones consiguió armar una colección desmesurada de fotos de ardillas. No la apuro ni le digo nada, la mañana es de ella y la tarde mía. Llegamos a una roca enorme, gigante, que sobresale en medio del parque. Me cuenta que ahí, sobre esa piedra, se sentaba Edgar Allan Poe a pensar historias. Yo pienso en el partido de la tarde. Entusiasmada me pide una selfie y acepto. Saca una, dos, tal vez tres: ella, una roca y yo. Retomamos la marcha bajo la sombra fresca de los árboles, más allá, a un costado, está el río Hudson. El camino baja, hace una ese y llegamos a los jardines que Gabi quería visitar. Se emociona, me cuenta otra vez la escena de Meg Ryan entre los lirios y le digo que me acuerdo, pero no me acuerdo. Me muestra un fotograma de la película en la pantalla del celular. Es acá —dice y señala el camino—. Por ahí aparecía Tom Hanks. Nos quedamos quietos un instante pero Tom no aparece. Me pide que le saque fotos, acá, allá y más allá. La sigo con la cámara y disparo cada vez que posa y sonríe como Meg. Cuando agota los ángulos y las flores salimos del parque. La llevo hasta la calle 89. ¿Es acá? Sí, le digo. Mira el frente de la casa y se vuelve a emocionar. Sube la escalera de piedra, toca la puerta de madera —casi como una caricia—, gira, se para frente al barrio como si fuera Meg Ryan en la película, luego baja y me abraza. Cuando me suelta larga un suspiro, me fijo en sus ojos, los tiene vidriosos. Me cuenta que Meg Ryan bajaba por esta escalera y caminaba hasta el Riverside Park. Ella estuvo en este mismo lugar, ¿entendés? Sí, le digo. Me pide otra selfie: Gabi, una escalera y yo. Mira la escalera y la puerta de la casa. ¿Seguro que es esta la casa? Sí, le digo como si realmente estuviera seguro pero no lo estoy. Son todas tan parecidas. Miro la hora y le aviso que deberíamos estar saliendo para el Yankee Stadium. ¿Vamos en subte? En metro, la corrijo. Mientras caminamos hasta la estación, Gabi me abraza y me da un beso. Gracias. ¿Por qué? Por traerme hasta acá, por hacerme pata. Vos ahora me vas a hacer pata yendo al partido de fútbol. De soccer, me corrige.
Ir en subte a la cancha es raro. Sigo a los de camiseta celeste. Ves —le digo—, es casi la misma camiseta del Manchester City. Asiente con la cabeza. Pero estos son New York City. Sí, me dice como si entendiera. Le cuento que es un club nuevo y me pregunta contra quién jugamos. Me gusta eso de “jugamos”. Ni me fijé —le digo—, yo vengo a ver a Pirlo. Es un italiano —le aclaro—. A Pirlo, a Lampard y a David Villa. ¿Sabés lo que es eso, los tres en el mismo equipo? Un italiano, un inglés y un español, como la selección de Europa. Qué me importa contra quienes jugamos.
Bajamos del subte. Seguimos a los de celeste. La mayoría tiene la camiseta de Pirlo, algunos la de Villa. De algún lado aparecen dos de amarillo, amarillo y algo de negro. Los de celeste ni los miran. Me fijo en el escudo de uno, son del Columbus. Le cuento a Gabi y le digo que en ese equipo jugó el mellizo Barros Schelotto. ¿Cuál?, me pregunta como si le interesara. El bueno. Salimos de la estación del subte y ahí está el Yankee Stadium. Buscamos la boletería. Todo es tan organizado que no parece un partido de fútbol. Llegamos a la ventanilla y, para que quede claro, le digo al vendedor tres veces Cheapest*. Cuestan el doble de lo que esperaba. La miro a Gabi como buscando apoyo y me responde con un gesto que claramente dice: Es un tema tuyo, un capricho tuyo. Pienso en Pirlo y no dudo más. Two tickets, please**. Pasamos el control y entramos al estadio como quien entra a un shopping, dejamos el circo y los negocios atrás y desembocamos en el anillo principal. Los jugadores están en la cancha haciendo ejercicios de calentamiento. Me gana la euforia, le suelto la mano a Gabi y corro hasta la baranda. Ahí está —le digo y le señalo al único que tiene pechera en lugar de camiseta celeste—, ese es Pirlo. Me pregunta si jugará, tengo la misma duda pero le digo que sí, que juega seguro. Los otros jugadores corren y él patea pelotas. La cancha está bastante llena. Saco fotos de los jugadores, del estadio, de la gente. Los dos equipos marchan rumbo a los vestuarios. Gabi se distrae con cada bandeja de comida que pasa cerca. Le pregunto que quiere y me dice: No sé. Voy compro dos panchos, unas papas y gaseosas. Por la misma plata podríamos haber almorzado como unos duques en uno de los boliches pitucos que tanto le gustan. Llego con la comida en el momento que anuncian la formación de los equipos, juegan Pirlo, Lampard y Villa. ¡Vamos todavía! Del Columbus no conozco a nadie hasta que la voz del estadio nombra a Federico Higuaín de una forma extraña, como si el acento estuviera en la letra a: Higuáin. ¿Es el Pipita?, me pregunta Gabi. No, el hermano, este es el choto, el que jugó en Chicago. Yo soy de Chicago, dice como si no hubiera dicho algo sin importancia. La miro pero no parece que me estuviera cargando. ¿Desde cuándo? ¡Puf!, exclama y hace un gesto. ¿Vos no eras de Independiente, por tu abuelo? Sí, pero también soy de Chicago. No podés —le digo— ¿Cómo alguien es de dos equipos? Tuve un novio de Chicago, me dice como si tampoco fuera importante. Me descoloca. La fanfarria interminable que tocan los de la banda del City dejó de parecerme divertida. Cuesta pensar con tanto ruido. ¿Cuándo tuvo un novio de Chicago? Tengo ganas de preguntarle eso y mucho más, sin embargo, me contengo. ¿Sabías que David Villa jugó con Messi en el Barcelona? No, me dice y le da un mordisco al pancho. Los de la banda siguen tocando. Gabi —la ex de uno de Chicago— festeja, aplaude; ni se entera de que la miro. Además de linda ahora parece inalcanzable. Salen los equipos a la cancha. Lo enfocan a Pirlo, sí, pero también a Higuaín. La miro y Gabi sonríe pero no sé si sonríe por Higuaín o ya estaba sonriendo por otra cosa. Ese es Higuaín, le digo. Si, ahora me acuerdo. Sabés lo que debe ser para este muerto —interrumpo sus pensamientos— enfrentar a jugadores de verdad como Lampard, Villa o Pirlo… No me contesta. Todos se ponen de pie, nosotros también. Una negra con blazer azul se para en medio del campo y canta el himno americano. ¿Qué pensarán Villa, Pirlo y Lampard? Por fin empieza el partido. Cada vez que la toca Pirlo, la gente aplaude. Un pase bien, dos bien, tres. El Columbus está parado de contra. No me gustan los equipos que juegan de contra, le digo. Ella asiente con la cabeza mientras come una papa. Es linda hasta en los detalles. El City se pierde un gol y enseguida otro; juegan como si estuviera confirmado que van a hacer catorce goles. Se escapa un negro del Columbus, con nada arma barullo en la defensa del City y consigue un córner. Centro al corazón del área, cabecea Higuaín, gol. Veo la repetición en la pantalla del estadio, el que marcaba a Higuaín y lo largó era Pirlo. Gabi festeja, Higuaín también. Mirá que es petiso y metió un gol de cabeza, comenta Gabi. La voz del estadio vuelve a decir Higuáin. La banda del City arranca con una nueva fanfarria que dura segundos. El City vuelve a tomar la pelota, Pirlo, Lampard, algunos pases buenos pero nada de magia. El fútbol, por más que me pese, lo pone Higuaín, juega y hace jugar. A uno del City se le ocurre patear desde afuera del área y la pelota termina adentro. Lo grito como si hubiera sido un gol de Gareca o del Turu Flores. Gabi me mira. ¡Gol!, vuelvo a gritar subrayando el grito anterior. Pirlo viene a patear un córner desde esta esquina, los que estamos en este sector lo aplaudimos. Preparo la cámara. REC. Nada, la saca uno de ellos. Jugada de Higuaín, casi gol. Nuestra defensa es todo menos defensa. Villa vuelve a pifiar una chance clara. ¡Uh!, grito para sentir que estoy en una cancha. Los hinchas de celeste lo aplauden.
Fin del primer tiempo.
Gabi se levanta. Voy al baño y a dar una vuelta —me dice—, a despabilarme un poco. Un aire frío —como si hubieran abierto una puerta que conecta con Alaska— me invade y me quita el habla. La veo irse. Tengo miedo de que no vuelva más, sin embargo, no me sale otra cosa que quedarme atornillado en la butaca. Miro a mi alrededor, a nadie más le pasa lo mismo. La gente saca fotos, come o va a buscar más comida. No encuentro una sola charla de fútbol, nadie parece preocupado. Solo hay gente sonriente que se mueve de un lado al otro con bandejas con comida en las manos.
Por los aplausos y las fanfarrias me doy cuenta de que los jugadores vuelven al campo de juego. Yo estoy de espaldas a la cancha tratando de adivinar cuál de todas las siluetas que se acercan es Gabi. Por ahora ninguna. La voz del estadio anuncia el comienzo de la segunda etapa. Ahí viene ella, le hago una seña. No tiene apuro. Muchos yanquis tampoco, caminan a sus lugares como si lo bueno estuviera por venir. Giro hacia el partido. Gabi se sienta. ¿Te perdiste? No —me dice—, di unas vueltas. Por un momento sospecho que lo está haciendo a propósito, que está aburrida, que busca hacerse la linda, que sólo fue al baño, que no le importa demasiado quién es Higuaín, que nunca tuvo un novio de Chicago, que para ella todo es un juego, que cada una de sus respuestas, cada gesto y cada tic forman parte de un plan maestro para enamorarme aún más. Si es eso lo está logrando. Según el reloj de la pantalla del estadio van cinco minutos y todavía no pasó nada. La pelota casi no le llega a Pirlo, tampoco a Lampard. Villa está allá, lejos. Lo veo por la pantalla. ¿Será realmente David Villa? No jugaba así. Mejor dicho: jugaba. Higuaín sigue siendo la manija de los amarillos. La cabeza de Gabi se apoya sobre mi hombro, suave. No puedo verle los ojos así que la imagino dormida. Me quedo quieto. Que pasen unos minutos para después despertarla con un beso y ser su príncipe; que sueñe conmigo y no con nadie de Chicago. Lampard afuera, entra un XX. Nada cambia. Los celestes perdieron la pelota pero nadie les dice nada, ni el técnico, ni la gente. Pirlo va a patear otro córner como quien va a buscar una fruta a la heladera. Los que están cerca lo aplauden. Nadie chifla. La cabeza de Gabi pesa. Gol del Columbus, esta vez no fue Higuaín. Ella se despierta. La sorprendo con un beso profundo que le hace poner las mejillas rojas. Se sonríe, incómoda. ¡Epa! —dice— ¿Qué pasó? Nada. Mira la pantalla. ¿Cómo nada? ¿2 a 1? Sí —le digo—, recién. ¿Otra vez Higuaín? No, otro desconocido. Se sonríe. Higuaín no es un desconocido. Sigo con el partido, el cuarto hombre levanta el cartel: sale Pirlo. Me paro y lo aplaudo. Nadie sabe que lo hago por el otro Pirlo, el de verdad, el que vi en montones de partidos por la tele.
Entra un jugador que no conozco. Me siento y miro la hora. ¿Ya te querés ir?, me pregunta Gabi. ¿A qué hora tenemos la reserva para la cena?, le pregunto yo. A las ocho, ¿qué hora es? Las cinco y media, le digo. Estamos con tiempo, me dice. Claro, por eso. Me mira y se ríe. ¿Qué, querés pasar por el hotel? Sí, le digo. Te morís por una revancha, ¿no?. Vuelvo a mirar el reloj. Vamos, le digo serio y me levanto. Ella se ríe otra vez. Me encanta el sonido de su risa. Al menos reconocé que Higuaín fue el Man of the match. Se pone de pie, salimos, la agarro de la mano como si no quisiera soltarla nunca. Este fue un partidito —le digo—, el que importa es el que está por venir.





*Cheapest: las más baratas
**Two tickets, please

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 6 de setiembre de 2015

1 comentarios:

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