28 junio 2006

3. Amanecer en Tijuana

Sólo yo sé lo que pasó. Nadie más sobrevivió aquella noche y sólo yo sé qué sucedió en el Tijuana. Aparece gente de vez en cuando que dice haber sobrevivido a aquella masacre pero todos ellos mienten. Hablan como si supieran, inventan hechos y personajes, nombres de víctimas y culpables, se atribuyen actos de heroísmo y cuentan versiones con tanta pasión que algunos de sus ocasionales oyentes pueden llegar a creerles. Pero no, nada de lo que dicen es lo que realmente sucedió. Todas las historias que cuentan por ahí sobre aquella noche en el Tijuana, y no son pocas, suelen mencionar al Loco Garrido como el responsable directo de esa gran matanza. Y todas, todas las historias que he oído, sin olvidarme de ninguna, se equivocan. El Loco Garrido estuvo allí, nadie lo puede negar. Pero el Loco fue uno de los primeros en morir, apenas empezó la masacre y casi sin entender bien qué era lo que pasaba. Su cuerpo tenía tres disparos, uno de pistola en su cabeza y dos escopetazos en la espalda. La sangre que brotó de su frente cuando fue asesinado a quemarropa inmediatamente se mezcló con las lágrimas que lloró, unos segundos antes, pidiendo clemencia. Luego, uno de sus propios hombres al verlo muerto y tirado en el piso como un trapo viejo, le disparó los dos escopetazos en la espalda al tiempo que reía a carcajadas. Otros dos se acercaron al cadáver bien muerto de El Loco Garrido, uno le dio una patada en su rostro que pareció dibujarle una sonrisa. El segundo lo meó. Sí, es cierto, lo meó. Con una meada tan larga que recorrió el cuerpo de El Loco haciendo dibujos con su meo. Se ensañó con lo que quedaba del rostro de Garrido, pasó por la boca y los ojos tiesos hasta llegar a una de las orejas donde descargó las pocas gotas que le quedaban. Pobrecito Garrido. No le perdonaron nada.
Pero no fue él quien peor la pasó. Todos, excepto yo, sufrieron lo suyo. El primero en morir fue Altuna. Cuando comenzó la discusión y algunos se paraban preparándose para la gran pelea, Altuna quiso calmar a las fieras. Apenas alcanzó a ponerse de pie cuando recibió un botellazo que le sacó media oreja. Eso no fue lo que lo mató, fue la caída. Su cabeza dio contra la base de una de las enormes columnas del Tijuana. Y Altuna no se movió más. Por un segundo todos se callaron hasta que el Trucho Santana se puso como loco al darse cuenta de que su compañero de toda la vida estaba muerto. Santana rompió el silencio con un alarido que parecía no terminar nunca. Empezó a girar, una y mil vueltas mientras disparaba sus dos revólveres sin importarle a quién reventaba y a quién no. Al menos cuatro tipos mató y otros dos resultaron heridos pero nada calmaba la locura del Trucho Santana. De una esquina del salón saltó el Gordo Gentile llevando una mesa como escudo. Con mesa y todo se tiró encima del Trucho. Los ciento veinte kilos del gordo cayeron sobre Santana, rompiendo la mesa en unos cuantos pedazos y dejándolo medio tonto. El Gordo se arrodilló sobre el pecho del Trucho, lo cazó de los pelos y empezó a golpearle la cabeza contra el piso. Recién cuando vio que en sus manos había sangre entendió que ya lo había matado hacía rato. Se incorporó, se restregó las manos en su camisa, incómodo con el pegote de los pelos del Trucho Santana entre sus dedos y salió corriendo hacia el baño del Tijuana para quién sabe qué.
A esta altura todo era un caos, había más cadáveres que gente viva. Los mellizos Cortina se medían a punta de cuchillo. Carlitos, el más petiso de los dos, corría a su hermano Adolfo por detrás de la barra del bar. Cuando Adolfo se vio encerrado no le quedó otra que enfrentar a Carlitos. Los dos se miraron sin pestañear. Todos los que conocíamos a la familia Cortina sabíamos que el enfrentamiento entre los hermanos, tarde o temprano iba a llegar. Ambos se odiaban. Y la culpa, dicen, la tiene la madre. Carlitos aparecía más agazapado que Adolfo pero los dos estaban muy alertas a los movimientos del otro. A ninguno de los mellizos los distrajo el grito que pegó el Negro Galván cuando el Tute García lo despachó de un solo tiro en medio del pecho. Carlitos tiró el primer puntazo pero su hermano pudo esquivarlo sin problemas. Los dos sudaban y mucho. Los ojos de Adolfo estaban tan rojos que parecían a punto de explotar. Carlitos tiró el segundo puntazo, Adolfo lo bajó con la mano izquierda y le clavó un cuchillazo en la panza que casi lo pasa de lado a lado. Carlitos se aferró a su hermano, lo miró a los ojos y algo quiso decirle pero sólo pudo vomitarle sangre. Adolfo lo dejó caer manteniendo el cuchillo firme y le abrió un nuevo tajo hasta los pulmones. Recién ahí lo largó. Adolfo avanzó un par de pasos, cuando se dio vuelta para ver a su hermano, un escopetazo le partió la cabeza. Estoy seguro de dos cosas: la primera es que Carlitos tuvo unos segundos más de vida para disfrutar viendo cómo su hermano moría primero, y la segunda cosa que puedo asegurar es que Adolfo ni supo que fui yo quien le disparó el escopetazo. ¿El motivo? Ya no había motivos a esa altura de la noche. Era tal el quilombo que el que no mataba, moría.
Con un estruendo cayó el Gordo Gentile por las escaleras que bajaban de los baños. Su enorme cuerpo quedó en una posición casi ridícula. Más atrás apareció el Chino García, el primo del Tute, con una pistola aún humeante. El hijo de puta cruzó casi todo el salón sin recibir un solo rasguño, agarró del cuello, tratando de arrancarle la garganta, al tipo que había meado al pobre Garrido. El tipo manoteaba el aire sin lograr zafarse del Chino, Y cuando el Chino se cansó de hacer fuerza, le clavó la pistola caliente en medio de las bolas y le pegó tres tiros en los huevos que nos dolieron a los pocos tipos que vimos lo que pasaba. El Chino buscó otra víctima. Revisó un par de cadáveres hasta que encontró al Tute con una gran cuchilla clavada en medio del cuello. Levantó la vista y éramos muy pocos los que quedábamos vivos: un tal López, hombre de El Loco Garrido; un flaco alto y pelilargo que había empezado a trabajar de mozo la semana pasada; el Beto Beltrame, compañero mío de la primaria y yo. Todos los demás que habían estado esa noche en el Tijuana ya estaban muertos. Nunca me puse a contarlos pero supongo que eran más de veinte. López y el flaco estaban trenzados en plena lucha sobre los restos de una mesa; el Beto Beltrame se ocupaba de vaciarle los bolsillos a todos los muertos que estaban a su alrededor. Por lo tanto cuando el Chino levantó la vista al que primero descubrió fue a mí. Yo estaba del otro lado del salón, parado, como esperando un nuevo contrincante. Tenía la escopeta agarrada por el caño, hacía rato que me había quedado sin cartuchos y la usaba como bate de béisbol o cómo podía. Antes, un rato antes, le había dado un culatazo a Domingo, el dueño del Tijuana. Del golpe le saqué el ojo izquierdo. Cuando cayó de rodillas, delante de mí, le clavé un puntinazo bajo el mentón que le hizo sacudir la cabeza y se escuchó cómo se le quebraban las vértebras de la nuca.
El Chino García se me vino encima. Avanzaba como un toro, levantando su pistola, decidido a descargarme todos los tiros que pudiera. El cagazo que me pegué fue tan grande que tardé un par de segundos en darme cuenta de que el Chino apretaba el gatillo pero no tenía balas. Me preparé para recibir su embestida con el culatazo más fuerte que pude preparar. El Chino aceleró los últimos dos metros con la intención de voltearme pero la suerte estuvo de mi lado. Se pegó una patinada en un charco de sangre que voló por el aire hasta caer justo frente a mí. Salté sobre el Chino y le pegué de lleno, en el rostro. Unos cuantos dientes que volaron de la boca del Chino cayeron cerca de donde el mozo flaco terminaba de acogotar a López. Le di un revés con tanta fuerza que juro, me dolieron las manos. De la cabeza del Chino brotaba mucha sangre y se mezclaba con los otros charcos que bañaban el salón del Tijuana.
El alarido del Beto Beltrame inundó el lugar. Fui en su ayuda lo más pronto que pude pero llegué tarde. Lo encontré en el piso con un puñal clavado en el corazón. Sobre su cuerpo estaba el mozo flaco arrancándole con los dientes las orejas al pobre Betito. Este pendejo maldito se creía Tyson. Le manoteé la melena y lo empecé a arrastrar por el bar. El muy puto trató de agarrarse de lo que le pasaba cerca pero lo revoleaba con tanta violencia que sus intentos no le sirvieron de nada. Pataleaba y tiraba manotazos. Lo llevé hasta el espejo grande que había detrás de las escaleras, lo levanté y lo arroje contra el espejo. Cuando cayó, agarré un trozo grande del espejo y le rebané la garganta. El flaco se movió un poco, desprolijo, como una gallina mal matada. Su cuerpo habrá dado cuatro o cinco saltitos, después no se movió más.
Miré a mi alrededor y ya nadie quedaba con vida. El único sonido era el del televisor, ese sonido horrible de un televisor sin señal. De un botellazo hice explotar la pantalla. Un polvito blanco, como un talco y algunas pocas chispas, cayeron sobre el cadáver de Altuna. Me asomé a la puerta del Tijuana, ya estaba amaneciendo y me alejé despacio, con mucho esfuerzo. Mis piernas empezaban a temblar.
Nunca más volví al Tijuana. Ni siquiera pienso hacerlo en un futuro. Ese lugar no es lo que era. Doña Alicia, la viuda de Domingo, ya no deja que nadie prenda el televisor si hay un partido de fútbol.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 8 de agosto del 2002

2 comentarios:

Anónimo dijo...

INCREIBLE..

MUY BUENA LA PAGINA, FELICITACIONES.

28 de julio de 2006, 11:14 p.m.
El Cronista Deportivo dijo...

Fue un poco de casualidad, me copé en contar un enfrentamiento descomunal y hasta cinematográfico. El cierre necesitaba que sea un chiste, era lo lógico.

Gracias.

30 de julio de 2006, 12:40 p.m.