8. El consejo de Toscano
Exequiel Etchegaray, para nosotros, fue, es y será “El Vasco”. Alto y pintón. Siempre debajo de los tres palos. Un buen arquero que no bajaba de los seis puntos. Y si en algún partido se inspiraba, era capaz de atajar para nueve.En el club era el titular indiscutido, no había nadie mejor, sin embargo, tenía un problema: en los partidos claves los nervios lo mataban, y era entonces cuando le brotaban las cagadas y se convertía en un arquero de tres puntos a lo sumo.
Pobre Vasco, todo el año atajaba como si fuera Fillol pero cuando llegaba el momento de las definiciones, zas, los nervios y la angustia se apoderaban de él y no había razón que lo calmara; se transformaba en otro, en un desconocido que no paraba de hacer cagadas. Y si le metían un gol, peor, se ponía más nervioso y más macanas se mandaba.
La vez del partido por la Ligilla, cuando el Turco nos juntó para la charla técnica, el Vasco caminaba por las paredes. Y eso que jugábamos contra el peor equipo de la zona. Al lado nuestro, los del Sportivo, eran unos muertos. Ni que jugáramos mamados y con tres menos, nos podían ganar. Así y todo el Vasco se devoraba las pocas uñas que le quedaban. El Turco nos hablaba mientras sus ojitos seguían el incesante movimiento del Vasco que rebotaba contra las paredes del vestuario. A tal punto llegó la cosa que le tuvo que pegar un par de gritos:
—¡O te calmás, o te saco! —lo amenazó el Turco, rotundo— ¡Cortala o lo pongo a Toscano!
Hubo un silencio largo. El Vasco se quedó congelado. Todos rogábamos que los gritos del Turco le sirvieran para que se calmara de una vez y para siempre, porque lo peor de todo el asunto era que si Toscano reemplazaba al Vasco, perdíamos seguro; el pobre como arquero era un desastre, no le atajaba ni los tiros a su abuela. Buen muchacho pero abajo de los tres palos, lo peor que vi en mi vida. Fue ahí que el mismo Toscano se le arrimó al Vasco y le dijo algo al oído que ninguno de nosotros pudo escuchar. El Vasco lo miró un segundo, con asombro y luego desapareció sin pronunciar una palabra. Todos miramos a Toscano esperando que nos contara algo pero no quiso decir ni “mu”. Al rato, el Vasco volvió y su semblante era otro: relajado, asombrosamente relajado. Jugamos el partido (¡ganamos el partido!) y el Vasco tuvo una actuación de siete puntos. Seguro, atento y para nada nervioso. No te digo que se merecía un nueve porque los del Sportivo casi no lo exigieron. Dos o tres pelotas jodidas en todo el partido que el Vasco se encargó de controlar con una sobriedad y una elegancia envidiable.
En cuanto el partido terminó, el Vasco salió del arco disparado para fundirse en un abrazo con Toscano. Fuimos pocos los que pudimos reparar en ese detalle porque la mayoría estaba en pleno festejo por haber ganado la Ligilla y pasado a la final. Imaginate la alegría del equipo: cantos, risas, aplausos, una verdadera fiesta. Ya en el vestuario, más tranquilos, lo encaramos al Vasco mientras Toscano se reía solo en un rincón.
—Dale, contales —saltó ante nuestra insistencia.
—¡Dejate de joder, Toscano, no seas ortiba!—se quejaba el Vasco.
Toscano, entre risas, amagó a contar el secreto pero nunca largó prenda, y menos cuando el Vasco, sin bañarse, salió del vestuario algo enculado o medio avergonzado.
—¡No voy a contar nada! — gritó Toscano, bien alto para que lo escucháramos todos y especialmente el Vasco, que se rajaba.
Así fue: se cerró el tema y no nos contó nada.
Durante la semana previa a la final no hubo quién se animara a tocar el tema; el Turco nos había dejado bien clarito: el que jodía con esa boludez se perdía la final.
Llegó el domingo, nomás. Estábamos por disputar el partido más importante en la historia del club, así que nervios teníamos todos. Ni bien entramos al vestuario se produjo un marcado silencio: la euforia y los cantitos quedaron en el micro. De a poco, a medida que cada uno empezó a sentir confianza, el centro de atención fue el Vasco; él estaba cambiándose en un rincón del vestuario, cerca de las duchas. Sin parar, su pie izquierdo golpeaba contra el piso, marcando un ritmo. El repiqueteo se hizo mucho más notorio cuando el Vasco se terminó de calzar los botines. Ese sonidito de los tapones golpeando de manera incesante contra el suelo de mosaicos gastados pasó de ser molesto a insoportable en cuestión de segundos. Él tardó un rato en darse cuenta de que la mayoría de los que estábamos ahí quedamos pendientes de su “ruidito”. Congeló el pie, nos recorrió con la mirada y se alejó hacia el sector de los retretes. Justo en ese momento descubro que el único que no miraba al Vasco, era Toscano, que mantenía la vista clavada en el piso mientras estiraba sus largos dedos tratando de hacerlos sonar.
El partido fue malo y aburrido, típica final donde ninguno de los dos equipos quiere arriesgar nada, donde esperan que el tiempo pase para encontrar la salvación en los penales. No lo cuento con aires de crítica, para nada, si yo también fui parte o cómplice de esa estrategia mezquina. Claro que a medida que pasaban los minutos mi preocupación era saber hasta cuando el Vasco iba a soportar la presión, porque el partido lo pudo sobrellevar de la mejor manera, atajó lo poco que tuvo que atajar y siempre se mostró sereno, asombrosamente sereno. Pero en los penales el arquero no tiene margen para el error, ahí no tenés changüí, si no sos frío, sos boleta.
Arrancamos pateando nosotros: gol. Ellos: gol. Así fueron las primeras tres ejecuciones, todas adentro. El cuarto penal para nosotros lo pateó Rinaldi: la colgó de la tribuna. En el preciso momento en que su pie impactó con la pelota todos sabíamos que esa bocha volaría hacia las nubes, inclusive el arquero contrario que se quedó clavado y acompañó con su mirada la injusta trayectoria del balón mientras él dibujaba una larga y eterna sonrisa. El Vasco avanzó hacia el arco ante el bullicio y el festejo de la hinchada contraria. Los turros le mostraban el balón recién pateado por Rinaldi como un trofeo. Aspani, el cinco de ellos, colocó una nueva pelota en la marca del penal, amagó a tomar carrera pero volvió sobre la pelota y corrigió la posición con un leve giro. Levantó la mirada en dirección al Vasco. Él ya estaba agazapado, casi quieto pero con todos los músculos tensos y los ojos clavados en el balón. Aspani miró a su gente y levantó un par de veces los brazos pidiendo aliento. El griterío a las espaldas del Vasco fue enorme. Aspani se perfiló, corrió y pegó un fierrazo tal que salió derechito hacia el arco con aspiraciones de gol. El Vasco se movió recién en el último instante, en el instante preciso. Dio un salto magistral y su cuerpo voló hasta que con la punta de los dedos extendidos, firmes, desvió el balón ante la sorpresa de todos. Y logró la hazaña. Jugadores e hinchada explotamos en un largo festejo, Aspani, rendido, de rodillas en la puerta del área observaba al Vasco que se incorporaba sin apuro mientras la hinchada vitoreaba su nombre. Quique metió el quinto penal para locura de toda nuestra gente. Después vino el turno del ocho de ellos. El Vasco lo esperaba parado con los brazos en jarra, imponente, al borde del área chica. A mí me dio la sensación de que el tipo cuanto más se acercaba al punto del penal veía más grande al Vasco y más chico el arco. Hasta me pareció sentir que el cuerpo se le iba desarmando frente a la figura inmóvil de nuestro arquero. La atajada no fue nada sensacional porque al ocho le salió cualquier cosa menos un penal. El Vasco la embolsó, ahí abajo, sin dar rebote. Entre todos existía la certeza de que en ese momento, el Vasco, se había convertido en un arquero invulnerable, con nervios de acero.
Ganamos, vuelta olímpica, el Vasco en andas y todos los festejos. Una vez más, cuando la gente se fue aplacando, ya en el vestuario, mis compañeros y yo volvimos a la carga contra él y Toscano para saber cuál había sido el secreto del cambio, de la transformación tan notable que permitía ahora sí que festejáramos el campeonato.
—A mí ni me pregunten —se excusaba Toscano.
Mientras el Vasco pretendía hacerse el desentendido:
—A festejar muchachos, no pierdan el tiempo en pavadas.
En cuanto terminó de vestirse, el Vasco, merecido héroe de la noche, tuvo que salir del vestuario para grabar una nota con una radio local. Apenas se cerró la puerta nos le fuimos al humo a Toscano que pretendía hacerse el desentendido.
—Dale, contá —lo arrinconamos entre todos.
—Le di un consejo, nada más.
—Aflojá, Toscano, no te hagas el difícil, che.
Toscano nos miró a todos con cara de pícaro y confesó:
—OK, se los cuento pero no quiero que lo jodan —dijo casi como una obligación—. La verdad, me daba tanta pena verlo así, angustiado, hecho una bola de nervios, que le conté que Fillol, antes de los partidos claves, cuando estaba nervioso, se... se...
—¿Se qué? —le pregunté ansioso.
—Se hacía una...
Descontrol. Explotamos todos. Risas, gritos y no hubo quién se quedara en silencio.
—¡Uy!
—¡No!
—¿Qué?
—¿Cómo?
—¡Epa!
Hasta que Rinaldi preguntó:
—¿Eso hacía el Pato?
—No, ¿estás loco? —dijo Toscano muy suelto de cuerpo—. Lo inventé yo. Pero bueno, parece que al Vasco le funcionó.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 18 de julio del 2005
6 comentarios:
no me gusto... esperaba otro final... algo relacionado mas con el futbol.. iwal el sitio esta bueno.. los demas cuentos zafan... mañana con velez a Jujuy
30 de mayo de 2009, 1:07 p.m.Gracias por pasar y por tu comentario.
30 de mayo de 2009, 10:09 p.m.El que jugó alguna vez a fútbol semiprofecional sabrá que de estás anecdotas existen, o algunas son mitos.
22 de febrero de 2010, 3:45 p.m.Me gustó el cuento, porque finalizó con algo impensado (en realidad me lo imaginé en la mitad del relato).
Muy buenos tus cuentos.
Igualmente siempre habrá gente que le guste y gente que no.
Por lo pronto este cuento me gustó, pero tenés muchos mejores.
Abrazo grande.
Quique
Gracias Quique por pasar, por leer y por comentar. Los comentarios sirven mucho, gracias!
1 de marzo de 2010, 5:22 p.m.Buenisimo, me gusto muxo, felicidades desde Santiago de Chile.
24 de noviembre de 2010, 3:54 p.m.¡Muchas gracias Alvaro!
3 de diciembre de 2010, 1:13 p.m.Bienvenido al blog y abrazo transandino.
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