24 noviembre 2005

11. Olfato de gol

Llamarse Merengue de apellido no era lo mejor para un futbolista y mucho menos para un arquero. Se prestaba al chiste fácil. Y más después de perder 5 a 2 contra Newells en cancha nuestra luego de ir ganando 2 a 0 hasta los 25 minutos del segundo tiempo. Sí señor, cinco goles en veinte minutos me comí, porque fue así, me los morfé yo solito, los cinco. Ni uno más ni uno menos. Y en realidad, no nos hicieron más porque en cuanto entró el quinto, como faltaban un par de minutos, me hice el lesionado y me reemplazó el pibe Codena que, me imagino, habrá sido el único tipo feliz en todo el club. Si hasta mi vieja me habrá puteado ese domingo.
Llegué a casa hecho una piltrafa. La Petisa me miró entrar nomás y sin que le dijera nada, me encaró: —¿Por qué no nos tomamos unos días? Así descansás y te reponés de todo esto. Sin diarios, sin televisión, los dos solitos… ¿Te parece? La miré un instante y al fin sonreí por primera vez en todo el día. —Lo mismo me dijo Novarro… —¿Novarro? Si yo escuché en la radio que salió a defenderte… —En la radio puede ser pero en el vestuario me puteó como el que más, en verdad me putearon casi todos, y me pidió eso, que me tome unos días de descanso. Ya van tres partidos que perdemos por mi culpa… Así fue que el lunes nos rajamos para Costa del Este. Jorge, el primo de la Petisa, nos prestó un dúplex que tiene en un complejo frente al mar. “Vayan tranquilos que en esa época del año, no lo usa nadie”, nos dijo. El viaje se nos hizo un poquito largo. Casi no cruzamos palabra, no sabíamos de qué hablar y cualquier tema se nos acababa enseguida. Llegamos a Costa del Este por la tarde, acomodamos las cosas y nos acostamos temprano. A la mañana siguiente me levanté a eso de las ocho. En realidad estaba despierto desde las 7, mínimo. Daba vueltas y vueltas y no podía volver a dormirme. Traté de no despertar a la Petisa, me levanté, me calcé la ropa que tenía sobre la silla, manoteé una barrita de cereales de la cocina y rajé para la playa con la intención de caminar y reflexionar un poco. Al salir del dúplex lo primero que te encontrabas era la enorme pileta del complejo, el día estaba bárbaro y obviamente no se veía a nadie, apenas tres o cuatro autos cubiertos de rocío eran los únicos testigos de lo que sucedía por la mañana. Cuando pasé junto a la pileta descubrí a un costado un perro marca perro, esos de pelo duro, medio feúcho. Me miraba y movía tímidamente la cola. Le guiñé un ojo porque, a pesar de su fealdad, me pareció simpático. Y no va que el perro se levanta y empieza a caminar junto a mí, como si me conociera. Iba ahí, a una cierta distancia, manteniendo el ritmo de mi caminata. Apenas cruzabas la calle, llegabas a la playa. Cruzo y el perro cruza. Llego a la playa y el perro conmigo. No había ni un alma. Día de semana y en otoño, ¿quién iba a estar en la playa a las 8 de la mañana? Yo y el perro que tenía de compañía, nadie más. Encaré para el lado de Mar del Tuyú. La playa estaba ancha, impecable y sin huellas. Caminé un montón y el perro ahí, haciéndome pata, sin chistar. En un momento nos estamos por cruzar con unos cuatro perros vagos que tomaban sol, despatarrados, en medio de la playa,. El perro que me acompañaba, apenas los vio, empezó a ocultarse detrás de mí. Cuando ya estábamos un poco más cerca, se fue desplazando hacia la orilla. Terminó con casi medio cuerpo dentro del agua con tal de pasar lo más lejos posible de esos perros. Los otros ni se mosquearon. Yo manoteé un palo que estaba tirado en la playa, por si hacía falta defender al pobre pichicho. Caminamos más de una hora hasta que el perro decidió romper el silencio, se paró frente a mí y comenzó a chumbar, me chumbaba y saltaba. Yo no entendía qué carajo le pasaba. Intenté avanzar pero el perro no me dejaba caminar, me chumbaba y saltaba. “Este perro debe estar medio loco —pensé—¿Querrá pegar la vuelta?”. Y así fue, giré y en cuanto encaré el camino de regreso, el perro se calmó y volvimos caminando tan tranquilos como antes. El perro y yo empezábamos a entendernos. Durante la caminata de regreso me olvidé un poco del partido del domingo y de los cinco goles, me dediqué a mirar al perro, ver sus movimientos y tratar de descubrir qué nombre le calzaba mejor. Detuve mi marcha y el perro paró un par de metros más adelante, giró su cabeza y me miró con esa cara fea, llena de bigotes duros. —¿Qué hacés, Albertito? —le dije a modo de saludo y Albertito movió la cola. Listo, ya estaba bautizado. Cuando llegamos al complejo encontramos a la Petisa recostada en una reposera, junto a la piscina, tomando un poco de sol y leyendo algo. Le presenté a mi amigo Albertito y, como la Petisa es bichera, se quedó jugándole un poco mientras yo le conseguía un cacharro con agua. Al rato me fui a bañar y cuando volví, cambiadito, impecable, sólo me encontré con la Petisa, Albertito había desaparecido y no lo volvimos a ver en todo el día. A la mañana siguiente la misma historia: me levanté temprano y encaré para la playa. No hice más de cuatro pasos que apareció Albertito. No supe de donde salió pero ahí estaba, contento y preparándose para acompañarme en una nueva caminata por la playa. Para variar fuimos hacia el sur, hacia Aguas Verdes. El día estaba bueno, con pocas nubes, pero había menos playa que la mañana anterior, además, como estaba lleno de gaviotas, parecía muy angosta. Albertito odiaba las gaviotas, por eso las corría y les ladraba tratando de espantarlas. Pobre perro, las espantaba acá y bajaban allá pero él no aflojaba. Las turras se hacían las que no lo veían y lo esperaban hasta último momento para levantar vuelo, cuando él creía que podía alcanzarlas y aceleraba el pique, justo ahí, ellas se despegaban del piso con movimientos suaves, aleteando un poco y virando hacia mar adentro, obligando al pobre perro a meterse casi hasta la cabeza en ese mar tan frío. Después de caminar por un largo rato me tiré sobre la arena blanda a descansar, elegí un lugar pegado a un médano, detrás de unas matas que me refugiaban un poco del viento. Albertito se echó junto a mí, una de sus patas me tocaba apenas, como si necesitara tener un mínimo contacto, sentir que yo estaba. El sol nos golpeaba suavecito, me dio modorra y llegué a dormirme profundamente. No sé cuanto tiempo pasó hasta que me despertaron los ladridos de Albertito. De un salto me incorporé y lo vi cerca del agua, junto a una pelota de fútbol. Busqué con la mirada tratando de descubrir quién era el dueño de la pelota y no vi a nadie. La paya seguía vacía. Albertito me chumbaba y amagaba a que se me venía encima pero volvía junto a la pelota y le apoyaba una pata. Así hasta asegurarse de que yo fuera en su camino. Cuando me encontré a tres metros, no más, clavó su hocico en la arena, bajo la pelota y la empaló, sacando un buen tiro. Mi acto reflejo fue arrojarme en dirección a la pelota y atenazarla entre mis manos. Albertito dio dos ladridos y giró un par de veces alrededor suyo, pareció que festejaba. Me paré lo más rápido que pude al tiempo que miraba para todos lados rogando que no hubiera testigos de semejante escena. Caminé unos pasos y Albertito comenzó a saltar alrededor mío, desesperado por quitarme la pelota. Como parte de un juego se la arrojé bastante lejos, él salió disparado tras ella, al primer pique ya la había pasado, giró su cuerpo y cuando la bola bajaba nuevamente, saltó y le clavó un cabezazo impecable que me obligó a un considerable esfuerzo para poder atajarla. No sabía de donde había salido Albertito, ni cómo fue posible que se cruzara en mi camino pero esa mañana descubrí que era un perro especial. Pasamos el resto del día en la playa jugando a la pelota. Sí, como suena, Albertito y yo jugamos con la pelota todo el día. Él le pegaba con el hocico, con la pata o la cabeza, con lo que fuera pero se las ingeniaba para shotear la pelota y obligarme a revolcadas y estiradas. Arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha, con una variedad de tiros que en su momento no me di cuenta pero después caí en que le había atajado todas. Yo no había viajado con la intención de entrenar, para nada, todo lo contrario, a lo sumo la idea era correr un poco por la playa y nada más, pero no resultó así. El jueves fue otro duro día de entrenamiento en la playa con mi amigo Albertito. La Petisa me acompañó desde temprano porque mucho no me creía lo que yo le contaba y, al fin y al cabo, no le quedó otra que darme la razón después de presenciar la habilidad que tenía el perro con la pelota. El viernes fuimos temprano otra vez a la playa y en la primera que le tiré a Albertito, pensando que me iba a devolver un tiro cruzado, me sorprendió llevándose la pelota con puntazos de su hocico hasta desaparecer por detrás de un médano. Lo llamé y nada, una, dos, tres veces y nada. No me quedó otra que ir tras sus pasos y en cuanto llegué a la parte más alta del médano lo vi a Albertito recostado junto a la pelota viendo a unos muchachos que jugaban un picadito en el terreno de una obra en construcción. Preferí no acercarme, quise pasar lo más inadvertido posible. Lo llamé desde lo alto del médano y Albertito no me dio bola. Bajé unos pasos, le chiflé y tampoco. Los que sí reaccionaron fueron los muchachos que en realidad eran albañiles de la obra en construcción. Lógico, después de tanto espamento llamando a Albertito, los tipos pararon lo que estaban haciendo, giraron hacia mí, me reconocieron y listo, soné. —Dele Jefe, juegue alguna bola con nosotros… —me invitó el más bajo de los cuatro. —No, muchachos les agradezco —dije tratando de parecer simpático. —Dele, Merengue —empezó otro—, si no le vamos a patear fuerte. Y ahí nomás le saltó Albertito que casi se lo come. El cagazo que se pegó el pibe. De esa no se olvida más. Yo no sé si se quiso hacer el gracioso, el vivo o qué, pero casi le sale caro el chiste. Albertito le tiró un tarascón que por poco le arranca medio brazo. Lo manoteé como pude y me lo llevé a la rastra mientras le seguía gruñendo al pobre flaco, ante el estupor del resto. Volvimos a nuestra playa y nos quedamos sentados un rato en la arena, en silencio, bajando un poco las pulsaciones. Al rato improvisé un arco, sin apuro, tranquilo. Él fue hasta la orilla y se remojó un poco las patas, pasó junto a una gaviota que amagó con levantar vuelo pero esta vez Albertito no le dio ni cinco de bola. Se quedó un rato mirando el mar hasta que se aburrió, creo yo, y vino a jugar a la pelota conmigo como si nada hubiera pasado. A la hora más o menos vimos a dos muchachos, de quince o dieciséis años, que andaban en bicicleta por la arena dura, bien cerca de la orilla. Realmente por primera vez en esos pocos días nos cruzábamos con alguien en toda la playa. Al principio pasaron de largo pero al rato volvieron. No supe si fue porque me reconocieron o por el asombro que les provocaba verme jugar con el perro. Tal vez las dos cosas. Llegaron en silencio, dejaron sus bicicletas a un costado y se sentaron a presenciar el espectáculo. Luego de unos minutos Albertito frenó la pelota contra la arena y con dos golpes de hocico la envió en dirección a donde estaban los pibes, se dio media vuelta y se ubicó detrás del arco improvisado. Uno de los muchachos se paró y acomodó la pelota mientras Albertito se movía de un lado al otro hasta que se clavó en el costado izquierdo del arco. El pibe tomó carrera y envió un tiro con mediana fuerza justo a mi izquierda, ahí, donde estaba Albertito. Atajé la pelota sin problemas y Albertito dio un salto en el aire a modo de festejo. Cuando me di vuelta para verlo, Albertito ya se había sentado en la arena y no me miraba, tenía la vista clavada en dirección a los muchachos. Le piqué la pelota delante de su trompa un par de veces y ni se mosqueó. —¿Querés patear vos también? —le dije al otro muchacho. —Si se puede —respondió al tiempo que Albertito se incorporaba entusiasmado. Le arrojé la pelota, el pibe la paró con bastante dominio, me apuntó y pateó un tiro bajo y esquinado, junto al palo derecho. Me tuve que estirar un poco para agarrarla bien. Desde el suelo, miré y descubrí que Albertito estaba justo ahí, a mi derecha, adonde había ido la pelota. Lo miré, le hice un mimo revolviéndole los pelos largos y duros de la cabeza y le giré la pelota un par de veces delante de su trompa bigotuda. Albertito se desesperó por olfatearla. Cuando me di vuelta los dos pibes estaban paraditos esperando a ver quién pateaba. Se la pasé al primero, la probó con unos toquecitos y se preparó para patear con más de potencia que la vez anterior. Yo miré de reojo a Albertito y lo vi parado en dos patas, un poco a mi izquierda y olfateando. Hacia ahí fue el disparo del pibe que también atajé. Y ya está, no me hizo falta más para entender lo que estaba pasando: este perro era mágico, olfateaba las jugadas y, no supe cómo, pero sabía con exactitud adónde me iban a patear. Más de media hora me estuvieron probando los pibes: me fusilaron, a colocar, de cabeza. Sin embargo, les atajé todas, ni una entró. Al principio me costó un poco interpretar algunas señales de Albertito pero al rato, hubo pelotas en que ni siquiera necesité mirarlo, de acuerdo con cómo ladraba me daba cuenta adónde me pensaban patear. Los pibes no la podían creer, en los primeros tiros me respetaban y no se atrevían a tanto pero con el correr de los minutos y al ver que no entraba ninguna se empezaron a desesperar por meter, aunque sea, una. Imposible Se fueron con una calentura mientras Albertito y yo volvíamos por la playa festejando. La Petisa no entendió nada cuando le dije que nos volvíamos a Buenos Aires en ese mismo instante y que Albertito se venía con nosotros. Lo miró a él, me miró a mí y volvió a mirar a Albertito. El perro, todo ese tiempo, desde ahí abajo, le movía la colita. Cachamos los bolsos, todo, y salimos rajando. Paramos a morfar en una de las parrillas que hay sobre la ruta a la altura de Dolores. Albertito bajó del auto, se acomodó pegadito a nosotros y comió a la par nuestra: morcilla, asado, vacío y postre. En serio, postre también. Pedimos queso fresco y dulce de leche, le convidé apenas y le encantó, tanto que tuve que pedir otra porción. Llegamos a Buenos Aires lo más bien, el tema era ver cómo encaraba la cuestión de poder de atajar con el perro atrás del arco. A quién avivaba y a quién no. Necesitaba que alguien de adentro me diera una mano. Tenía que armar una puesta en escena donde todos pudieran ver que estaba atajando como los dioses. No era tan simple como presentarme en entrenamiento y decir: “Buen día, aquí volví y atajo mejor que antes”. Para nada. Y mucho menos aclarar, de entrada al menos, que todo se lo debía al perro. Así no me iban a tomar en serio. Tenía que aparecer temprano, silbando bajito, ponerme en un rincón, atajarle tiritos a alguien hasta que alguno con peso pique en el anzuelo. Desde ya tenía asegurada la mirada de varios, aparecer después de unos días le iba a provocar curiosidad a más de uno y la cuestión era aprovecharla. Así fue que lo llamé al Negro Palomini, el masajista. Vino esa misma noche a casa y le conté toda la historia. En realidad, se la conté cambiada. Inventé una sarta de pavadas que en ese momento me parecieron más creíbles que la historia verdadera. ¿Te imaginás decirle que tenía un perro que me cantaba las jugadas antes de que pasaran? Ni en pedo. Fui improvisando. Le comenté que todos estos días estuve pensando mucho y descubrí que el puesto de arquero era muy solitario por lo que yo necesitaba tener al perro atrás de mi arco, “como amuleto”, que me daba confianza, seguridad, saber que el perro “estaba cuidándome las espaldas”, y no sé que otras pavadas más. El Negro me miraba sin abrir la boca y a mí me importaba un pepino lo que podía llegar a pensar. Para mí lo importante era que me ayudara a entrar con Albertito sin provocar mucho quilombo y que él me pateara todos los tiros necesarios hasta que Novarro se diera cuenta de cómo estaba atajando. Salió más o menos como lo planeé: llegué temprano, ya cambiadito. En la puerta me estaba esperando el Negro, con frío y un poco asustado, con miedo de estar haciendo alguna macana. —¿Me estás jodiendo? —le dije— Vos estás ayudando a un amigo. Y por ende, estás ayudando al club. La verdad, la verdad, le dije cualquiera pero en el tono y con la seguridad en que hablé, sonó perfecto para que no la cague. Llegamos a la cancha auxiliar y Albertito olfateó un largo rato las cuatro o cinco pelotas que llevábamos para practicar. No hacía ni diez minutos que estábamos cuando llegó el resto del equipo, comandados por el profe Rufino. La mayoría se acercó a saludarme pero enseguida comenzaron con su rutina dando vueltas alrededor de la cancha. Uno o dos, no más, preguntaron de quién era el perro y cuando dije que era mío sentí algunos cuchicheos que poco me importaron. Ahí estábamos, el Negro me pateaba y yo le atajaba todo gracias a mi amigo Albertito. Al rato cayó Novarro, yo seguí en la mía pero tenía la certeza que el tipo no dejaba de mirarme. —Pateá con ganas —le reclamé al Negro lo suficientemente fuerte como para que Novarro y algunos más me pudieran oír. Y así fueron, cinco pelotas, diez pelotas, veinte, no sé, perdí la cuenta. Otra vez atajé todas, las que iban adentro y las que no. Hasta que Novarro picó. Hubo una pelota que se le escapó al Negro y cayó cerca de Novarro. —Correte —le dijo. Y el Negro se corrió. Albertito dio un brinco, paró bien sus orejas, largó un pequeño gruñido y me marcó abajo a la derecha. Novarro me tiró un chumbazo fuerte como en su mejor época, abajo y a la derecha. ¡Impecable el arquero! La inmovilicé, la atenacé muy firme entre mis manos. Me incorporé, le hice un mimo a Albertito y cuando giré, vi que más de uno había detenido su marcha al ver mi atajada. Misión cumplida. Se me acercó Novarro y me dijo: —Tenemos que charlar. —Cuando quiera. Nos apartamos del resto y tuvimos una larga charla donde de a poco le pude contar la verdad de Albertito. Primero me quiso sacar cagando, después me puteó y por último me hizo una apuesta: —Cinco penales —me dijo—. Si atajás los cinco volvés a ser titular. Si te meto uno, tan solo un penal que te meta, acá no jugás más. A la flauta, no era poco lo que me pedía Novarro. Atajarle cinco penales a él, “el infalible desde los doce pasos”, porque así le decían. ¡Si tenía más o menos el mismo récord que Albrecht y mejor que el mismísimo Corbata! Me junté atrás del arco con Albertito. Creo que los dos estábamos un poco nerviosos. No era para menos. Le hablé, traté de tranquilizarnos, si, a los dos, a él y a mí. Le acaricié el lomo un largo rato y por último me calcé los guantes. Novarro se paró cerca de la medialuna, le pidió las cinco pelotas más nuevas al utilero y se dispuso para la faena. A esa altura casi todos los presentes se fueron acercando intuyendo que algo importante estaba por pasar. Colocó la primera pelota sobre el centro mismo de la marca de cal. Retrocedió unos cuantos pasos sin dejar de mirar la pelota. Albertito estaba más inquieto que de costumbre hasta que de pronto se calmó y me marcó arriba a la izquierda. Novarro pateó fuerte, arriba a la izquierda. Volé, con precisión y pude rechazarla: —¡Uhhhh! —dijeron todos. La segunda, que fue a colocar, Albertito me la cantó con tiempo de sobra. “Merengue vuela y la atrapa”, hubieran dicho los cronistas de haber presenciado semejante atajada. A esta altura Novarro se lo estaba tomando muy en serio, no me decía ni una palabra. La tercera pelota no la puso en el centrada en la marca de cal, la movió un poquito a su izquierda. Retrocedió unos cuantos pasos, emprendió una carrera suave, frenó un instante, casi como un amague, intentado seguramente saber qué lado elegiría yo pero me mantuve clavado en el centro del arco, así me lo había marcado Albertito. Y como Novarro dudó, le salió un tirito suave, una masita. ¡El salto que pegó Albertito a modo de festejo! Alguno intentó aplaudir pero otro lo calló de inmediato. El horno no estaba para bollos. Todos sabían que a Novarro nunca le gustó perder ni a la bolita, para colmo, cada minuto que pasaba se ponía más caliente. Acomodó la cuarta pelota y me clavó la vista, sin pestañear. Retrocedió unos cuantos pasos derecho al arco, bien perpendicular. Albertito se mantenía detrás de mí parado en dos patas y gruñendo cada vez más. La carrera de Novarro fue casi exagerada. Albertito ya sabía cual era su idea. Novarro pateó a matar, un puntinazo directo a mi cabeza. No me quedó otra que cubrirme con los dos brazos bien firmes. La pelota rebotó en mis antebrazos para salir rechazada a más de ocho metros hacia delante. Nadie habló, sólo Albertito rompió el silencio con sus ladridos. Se lanzó sobre Novarro y sobre la última pelota que quedaba. Parecía como que no quería dejarlo patear. Novarro primero intentó alejarlo y al no tener éxito le arrojó un par de patadas que gracias a Dios, Albertito pudo esquivar. Lo agarré con esfuerzo y lo ubiqué nuevamente detrás del arco. Estaba incontrolable, como nunca lo había visto. Me puse en la mitad del arco agazapado pero Albertito no paraba de moverse. Arriba, abajo, derecha, izquierda. Para colmo gruñía, lloraba y ladraba, todo junto y al mismo tiempo. Lo suyo era más un rezongo, una larga queja. Yo estaba sonado, no sabía qué hacer, giraba tratando de pispiar, de descifrar cuál era la seña de Albertito, cuál era la jugada que haría Novarro. Nada, esta vez no entendía ninguno de todos los movimientos extraños que hacía Albertito. Giré mi rostro hacia Novarro justo cuando él emprendía su carrera, dispuesto a pegarle a la pelota mejor que en toda su vida. Y así fue. De repente todo se volvió en cámara lenta. Novarro impactó la pelota sin que yo pudiera interpretar las indicaciones de Albertito. Me quedé paralizado en medio del arco, sin más opción que observar la trayectoria ganadora y cruel de la pelota viajando con destino de red. Una sonrisa comenzó a dibujarse en el rostro de Novarro. Sin embargo, como un resorte, Albertito saltó desde donde estaba hacia el ángulo superior derecho del arco, logrando que ese violento pelotazo impacte en su cara peluda y no fuera gol. Albertito cayó a un costado, casi inmóvil. El golpe de su cuerpo en el piso sonó seco, horrible. Me abalancé, sólo yo, nadie más se arrimó. El pobre tenía la lengua afuera y un poco de sangre comenzaba a brotar de su trompa. Poco y nada pude hacer, poco y nada supe hacer. La cargué en mis brazos y me fui mientras el idiota de Novarro gritaba que ese tiro tenía que haber sido gol.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 11 de mayo del 2004

11 comentarios:

Anónimo dijo...

La puta madre men, q final de mierda

25 de mayo de 2006, 6:39 p.m.
Anónimo dijo...

Naaaa..Terrible cuento!! Lleno de emocion,frustracion y a su vez tambien TRIUNFO!!
Te felicito por esto que acabas de escribir!

29 de mayo de 2006, 1:30 p.m.
Anónimo dijo...

parecia q me aburria, pero buena mezcla de sensaciones y buen final

después de albertito no hay más fútbol..brillante

29 de mayo de 2006, 1:35 p.m.
Anónimo dijo...

muy bueno, los perros en los potreros, en los barrios , en las canchitas siempre estan presente desde que somos chicos, muy bueno!!

5 de junio de 2006, 9:20 a.m.
Anónimo dijo...

muy bueno, los perros en los potreros, en los barrios , en las canchitas siempre estan presente desde que somos chicos, muy bueno!!

5 de junio de 2006, 9:20 a.m.
Anónimo dijo...

Muy bueno
Vigilá la ortografía (macita va con s)

16 de junio de 2006, 1:21 p.m.
El Cronista Deportivo dijo...

Gracias por avisarme, ya lo corregí. Gracias también por leer el cuento.

16 de junio de 2006, 1:57 p.m.
Sebastian (Botafogo) dijo...

Exelente el cuento.Tanto este como los demas.
Exelente tabajo

2 de abril de 2009, 1:42 a.m.
Puercoespín dijo...

Gracias por pasar y por comentar Botafogo!!!

2 de abril de 2009, 12:51 p.m.
Anónimo dijo...

BUENISIMO!!!!!!! TE FELICITO DESDE CHILE.

6 de octubre de 2009, 9:07 p.m.
Puercoespín dijo...

Gracias Alvaro por tu comentario, un placer tenerte por aquí!

6 de octubre de 2009, 9:18 p.m.